A esa hora en la que las luces se confunden con las sombras, a esa hora en la que la claridad da paso a la oscuridad, a esa hora en la que el día muere para darle vida a la noche, a esa hora crepuscular una enorme sombra, casi fantasmagórica, irrumpe en la dehesa, con un andar tranquilo se desplaza muy lentamente, se acerca confiada hasta una charca siguiendo el cauce seco de un regato.
A su paso, el campo se estremece en un silencio casi sepulcral, un aire gélido atraviesa la piel, mientras la respiración se entrecorta y el corazón se acelera como queriéndose escapar del cuerpo.
Confiado en la seguridad de la noche otoñal, avanza tranquilo, sin dudar de sí mismo, no se para a ventear, y sigue avanzando de frente hasta tenerlo a escasos metros de distancia; el aire está en su contra, le juega una mala pasada, pero sigue avanzando confiado.
Escasos segundos eternizan su entrada a la baña, apenas cinco metros separan al cazador de la enorme sombra, que con nocturnidad y alevosía moral, está a punto de segarle la vida.
Cinco metros frente a frente que la sombra recorre perseguida por el visor del rifle, una luz que se enciende, la sombra que se convierte en un animal asombrado y paralizado, un disparo seco en la noche, y la muerte y la sangre inundan la dehesa de “La Barrosa”. De nuevo otra vez la oscuridad y el silencio inundan el campo.
Por el regato seco, por el que a estas alturas del otoño debería fluir el agua, ahora fluye un hilo de sangre que mana del cuello de un viejo arocho de terrorífica boca, de esa casi extinta raza de señores de los montes extremeños que apenas dejan ver su impresionante porte.
Las luces rodean a aquella que fue una gran sombra en la oscuridad de la noche, entorno a aquel arocho se oyen felicitaciones, abrazos y estrechamientos de manos, es en esos momentos, entorno a aquella figura inerte, cuando en la soledad interna del cazador surge la duda, la pena por el solitario que acaba de morir, y la justificación de tal acción por el lance imborrable que acaba de vivir y que por siempre eternizará en su mente; tal vez ese sea el motivo que justifica la venación y la afición por la misma, rompiendo así cualquier dilema moral.
A su paso, el campo se estremece en un silencio casi sepulcral, un aire gélido atraviesa la piel, mientras la respiración se entrecorta y el corazón se acelera como queriéndose escapar del cuerpo.
Confiado en la seguridad de la noche otoñal, avanza tranquilo, sin dudar de sí mismo, no se para a ventear, y sigue avanzando de frente hasta tenerlo a escasos metros de distancia; el aire está en su contra, le juega una mala pasada, pero sigue avanzando confiado.
Escasos segundos eternizan su entrada a la baña, apenas cinco metros separan al cazador de la enorme sombra, que con nocturnidad y alevosía moral, está a punto de segarle la vida.
Cinco metros frente a frente que la sombra recorre perseguida por el visor del rifle, una luz que se enciende, la sombra que se convierte en un animal asombrado y paralizado, un disparo seco en la noche, y la muerte y la sangre inundan la dehesa de “La Barrosa”. De nuevo otra vez la oscuridad y el silencio inundan el campo.
Por el regato seco, por el que a estas alturas del otoño debería fluir el agua, ahora fluye un hilo de sangre que mana del cuello de un viejo arocho de terrorífica boca, de esa casi extinta raza de señores de los montes extremeños que apenas dejan ver su impresionante porte.
Las luces rodean a aquella que fue una gran sombra en la oscuridad de la noche, entorno a aquel arocho se oyen felicitaciones, abrazos y estrechamientos de manos, es en esos momentos, entorno a aquella figura inerte, cuando en la soledad interna del cazador surge la duda, la pena por el solitario que acaba de morir, y la justificación de tal acción por el lance imborrable que acaba de vivir y que por siempre eternizará en su mente; tal vez ese sea el motivo que justifica la venación y la afición por la misma, rompiendo así cualquier dilema moral.
Jesús Lara Bueno.