jueves, 14 de julio de 2011

DOS VENADOS, CUATRO BALAS Y UNA ALAMBRADA

Como en cualquier orden de la vida, cuando se está haciendo algo hay que tener la obligada atención a lo que se está haciendo, mal asunto es quedarse embelesado mirando las musarañas...
La caza requiere estar en ella no solo con nuestra presencia física, sino tener nuestros cinco sentidos puestos en ella también, y porque no decirlo, nuestros instintos, porque en el momento venatorio es cuando el hombre recobra esos instintos depredadores, a los que socialmente hemos lllamado cazadores, que quedaron atrofiados por años de evolución, y no sé si para bien, o para mal.
Sin estar a lo que estaba, me tocó el puesto 6 del cierre de Garnica, una armada muy prolífica en resultados, de lo que doy fe cuando la suerte me acompañaba hace años, tenieno por testigo de cargo de lo que voy a narrar al singular Torrico de San Pedro, esa peña que desde la altura divisaba la montería bajo sus laderas.
Ilusionado, nervioso por el puesto, la armada, los resultados cosechados en años anteriores ahí, iba pensando más en el después, que en el ahora, en el ayer, más que en el hoy, y por supuesto, no estaba a lo que estaba.
El aire lo tenía buenísimo, un día seco, fresco y despejado de otoño con el sol en todo lo alto calentando la solana de Sierra Lugar, y con un día así de bueno, no eran las doce cuando sin haberse colocado las armadas, ya se oían los primeros disparos, lo que era el presagio de que la jornada sería buena. Peor aún para mi inquietud.
El mar de jaras que tenía frente a mí apenas me dejaba vislumbrar algo entre ellas, era el oído el que cazaba, la vista solo valdría cuando llegado el momento se pusiera a tiro un bicho.
Con rigurosa puntualidad británica, la suelta se produjo a las doce en punto, y con la misma puntualidad, diez minutos después, y sin percatarme de su visita, a mi izquierda tenía un bonito venado que venía andando al paso, paralelo a la alambrada directo hacia mi, lo vi muerto antes de efectuar la primera descarga, pero allí estaba con su porte señorial mirando con orgullo hacia mí, aunque un poco perdido, sin saber muy bien hacia donde huir, y de nuevo, otra descarga y desapareció sin más trámite. Le habré dado, decía yo para mis adentros, que es como decir buscar la autocomplacencia con uno mismo cuando, éste se siente herrador profesional, y no es falsa humildad, es la verdad más solemne y dura que puede reconocer un cazador.
Carreras, ladras, algun agarre, ciervas por aquí y por allí que me sobresaltaban cada dos por tres, y que me hacían ver cuernas donde solo había orejotas, y así me divertía, viendo el desarrollo de la montería; pero claro, el hombre siempre tropieza dos veces con la misma piedra, y poco antes de terminar la montería, cuando a lo lejos ya se escuchaban las caracolas llamando a los perros rezagados que se habían ido corriendo detrás de alguna res, yo me disponía a guardar mi rifle cuando Dios, San Huberto, o tal vez San Judas Tadeo más bien, me dió una segunda oportunidad, la cual me cogio tan desprevenido como la primera vez; la situación, el lance fue un corta y pega del primero, y como no podía ser menos, terminó con la misma disculpa: yo creo que le he dado...
No estaba a lo que tenía que estar, mi cabeza estaba en el después, o en el pasado, hace un par de años cuando allí mismo abatí un gran venado, trofeo que cuelga en un lugar privilegiado del zaguán de mi casa; pero yo, no estaba allí.
La socialización, o tal vez el afán de lo social, el exhibicionismo cinegético pudo con el instinto al que he decidido llamar cazador.
A modo de conclusión de tan desafortunados lances diré que, justo por donde se perdieron los pasos fugaces de los dos venados, había una gatera en la alambrada por la que podía pasar el mítico Tachenko sin ni siquiera tener que agacharse un poco; y es que no solo se caza cuadno se llega al puesto, sino cuando se va hacía él, algo que pasé por alto aquella mañana y que hizo que no me percatara de aquella abertura en la malla cinegética, y que de haberlo hecho, habría cerrado para que los venados que buscaran su huída por ese paso, revotaran hacia atrás y se sintieran desconcertados y perdidos, lo cual me daría una cierta ventaja; justo como estaba yo en aquellos momentos al descubrir tan claro escape.
Benditos instintos, dos venados, cuatro balas y una alambrada me enseñaron que no podemos dejarlos en el umbral de casa y cambiarlos por la vanidad cuando vamos a cazar.
Jesús Lara Bueno.