miércoles, 25 de noviembre de 2009

LUGARES CON HISTORIA

A la memoria de mi amigo Fernan,
que me enseño a valorar y a respetar la grandiosidad de la Naturaleza.

Cuando estamos frente a un monumento, pensamos en cuanta gente habrá pasado por ahí, cuanta gente habrá vivido en ese castillo, en ese palacio, en ese monasterio; cuantas historias tendrán guardadas sus impertérritas piedras.

Cuando pisas un monte sucede igual, cuando observas un paisaje natural sucede lo mismo que con un monumento, recuerdo que mi amigo Fernan casi siempre que estábamos en un sitio de belleza apabullante decía: “Quien habrá hecho esto, la naturaleza es espectacular”, o cuando veíamos una casa o un cortijo abandonado en medio del campo exclamaba: “¡Cuantas historias de amor y odio se habrán vivido en esta casa!”.

Realmente la naturaleza es magnífica y es capaz de hacer por si misma grandes obras que la mano del hombre nunca será capaz de igualar por mucho que lo intente; yo también creo que realmente tiene que haber un ser, o un ente sobrenatural que haya creado tanta belleza natural, una belleza que no somos capaces de apreciar y de valorar.

Si nuestra existencia es finita, no alcanzo a comprender que justificación nos lleva a transformar y adaptar lo intemporal a nuestros caprichos del momento, si nuestro tránsito por la vida es fugaz. Cambiar lo intemporal por necesidad está justificado, hacerlo por el mero capricho de dejar nuestra impronta para el mañana, es un grave riesgo que nos puede hacer pasar a la posteridad, no ya por insensibles, sino por necios.

El hombre, como bien decía mi buen amigo, “es el bicho más dañino que hay sobre la tierra”, tal vez por eso no le demos importancia a la naturaleza, o ni siquiera, a lo que hemos sido capaces de crear con nuestras propias manos, con nuestra inteligencia: Monumentos, esculturas, pinturas, música, u obras literarias por poner algunos ejemplos; simplemente no le damos valor, no estamos sensibilizados, y ante cualquier signo de agresión su defensa se convierte inevitablemente en casus beli.

Para mí es un privilegio haber tenido la oportunidad de haber cazado en lugares donde lo han hecho Antonio Covarsí, o Antonio Cuéllar, lugares éstos sobre los que escribieron en sus magníficas obras, y en los que vivieron sus hazañas venatorias narradas; lugares que tantos y tantos cazadores anónimos que les precedieron pisaron. Mucho ha llovido desde entonces, mucho han cambiado esos lugares y las formas de entender y practicar la caza, pero esos lugares están ahí, igual que antaño.

Poder leer el "Libro de la Montería", escrito por Alfonso XI “El Justiciero”, y poder decir que he monteado en esos lugares de Alburquerque que él describió en su tratado sobre la montería, tales como "Torre Ajena" o "Puerto de las Cebollas", cuyos topónimos hoy son "Torrejena" y "Puerto del Cebollino", y cuyas características para la caza, así como las mejores épocas del año y formas de cazar esos enclaves describe en el “Capítulo xxjº, de los montes de tierra de Coria, et de Gallisteo, et de Alcantara, et de Alborquerque” (Libro Tercero), supone todo un privilegio para mí.

Distando tantos siglos entre la Edad Media y la Edad Contemporánea, estos se acortan al pisar los mismos lugares para realizar la misma acción que durante siglos han venido haciendo gentes de todo tipo y condición: Montear.

Jesús Lara Bueno.

martes, 20 de octubre de 2009

CONFESIONES INCONFESABLES

Yo que soy practicante y defensor a ultranza del muy noble y antiguo arte de la montería española desde que empecé a practicarla allá cuanto tenía catorce años, una afición sufrida donde las haya, me confieso que pese ha haber sufrido temporales en las jornadas de caza, algunos duros y otros muy duros, como son tormentas, fríos intensos, calores extremas, que también se pasan, lluvias, lloviznas y diluvios a los que se debió parecer el Universal, también he sufrido grandes ventiscas y vendavales, y es a estos últimos de los que precisamente me confieso ser un auténtico cagado.

Hay personas a las que les dan miedo las tormentas, que le tienen mucho pánico, yo sin embargo, no soporto un día de aire, ni aun siendo un aire no muy fuerte, y cuando estoy cazando sinceramente, el miedo puede con mi afición, y deseo que termine todo para irme cuanto antes a buscar la protección de un techo.

Si el vendaval me pilla en un puesto enmontado y en plena mancha puede pasar, por estar casi a cubierto, si el vendaval tengo que soportarlo en un puesto de llano, ¡madre mía!, y si tengo la enorme suerte de que me coja en un puesto de balcón en lo alto de una cuchilla, ¡apiádate de mí Señor!

Por recordar, recuerdo un día que será inolvidable para mí por el cagáte que pasé en uno de esos puestos de balcón. Fue en una montería que se organizó en El Puerto de Villar del Rey, yo era postor aquel día nada más y nada menos que de la armada de la cuchilla de Los Molineros, una armada que iba a morir en el Puerto de las Carretas, donde se encontraba mi puesto, en un risco altísimo que se divisa desde cualquier punto de los alrededores, justo encima de la famosísima para los cazadores locales “piedra de las zorras”; un puesto de balcón precioso para que el día hubiera acompañado.

Ya al llegar al monte, más angustia sentía yo por el aire que iba a sufrir allí arriba que por el compromiso en el que me podía poner un cochino o un venado que se pudiera poner a tiro; eran tales mis nervios durante la ascensión entre el tupido monte que perdí el rifle y no me enteré, no eche en falta su peso, creo que porque más peso llevaba yo en la cabeza con mis tribulaciones que a las espaldas, menos mal que uno de los monteros que me acompañaba me aviso de que se me había caído entre unas jara altas. Aquella para mí fue como la ascensión al Calvario.

Colocadas todas las escopetas en sus respectivos puestos, me encamine al mío, una vez en el, cuál fue mi sorpresa al comprobar que no hacía aire, pero mi gozo en un pozo, fue soltar los perros y empezar a soplar un aire fuerte del norte que despertó de nuevo mi nerviosismo.

Me quité el sombrero para que no se me volara, y como los buenos matadores de toros, tuve que echar rodilla a tierra para lidiar el vendaval porque era imposible permanecer de pie en aquellas alturas, los zahones se hinchaban con el aire, parecían dos globos, y me empujaban hacia delante con el consiguiente riesgo y con la consiguiente inestabilidad.

Peor fue cuando, ante la imposibilidad de mantener el equilibrio, me dio por desabrocharme las perneras de los zahones, que pasaron de ser globos a ser dos banderas ondeando al viento; por tanto, no me quedó otra alternativa que ajustármelos de nuevo y echar rodillas a tierra como dije antes.

Aquello fue superior a mí, lo pase muy mal, hubiera preferido una tormenta allí arriba, aunque el riesgo fuera mayor. Lo único bueno, un venado muy bonito que rompió monte la sierra abajo desde detrás de mí, pero que para peor desgracia mía, se tiró al llano con una carrera rápida y elegante, yéndose pegado por el Capitán de Montería que estaba debajo de mí y a quien le entró a huevo, como se suele decir, y paseándose después por toda la armada del sopié que discurría paralela al regato de Los Molineros. En definitiva, se llevo bastante plomo en el cuerpo, pero aún así, logró atravesar la carretera y un par de semanas después lo encontró el dueño de una finca colindante mientras labraba con su tractor.

El venadete era bueno, y desde la altura donde yo estaba, desde luego, metía bastante bulto, pero yo en aquella coyuntura estaba más pendiente del cerote que del venado que corría sierra abajo, si me hubiera puesto en el compromiso de ponérseme a tiro, seguramente lo hubiera indultado.

Esa montería, junto a otra que recuerdo en un puesto de similares características en Sierra Enrique, en el que desde luego menos disfrutar, también pasé de todo por culpa del fuerte viento, incluso hasta tener dos cochinos a tiro frente a mí y no poderlos tirar por culpa del aire, pero en ese caso, porque entraron de cara a la delatora ventisca, que además me impidió oír lo que se me venía encima, más concretamente a los pies; pero de todo abra tiempo, incluso de contar esa desventura.

En conclusión, mucha fiebre tengo de monterías pero el viento puede conmigo, aunque para ser sincero, sin llegar a tenerle pánico, es cierto que le tengo autentico respeto, esa es la palabra, respeto, hasta el punto que las mañanas que hay aire racheado o arremolinado, prefiera quedarme en casa, pero la afición es la afición y es la que te lanza al monte, la que te empuja al campo haciendo dejar a un lado fobias tan estúpidas como la que yo tengo.

Jesús Lara Bueno

viernes, 28 de agosto de 2009

EL VENADO ENJARADO

“La Dehesa”, día 10 de octubre de 2004, tuve el privilegio de abatir mi primer ciervo. Aquel año fue excesivamente seco, tanto que el calor que hacía ese día era sofocante, un día de bochorno húmedo y agobiante.

La mañana se presentó caldeada por una noche de tormentosa, la jaras estaban mojadas por la ligera lluvia caída, y el suelo, sin siquiera charcos donde poder beber y refrescarse los perros, se secó con los primeros rayos de sol.

A primera hora, y con la rapidez debida, se colocaron todas las armadas, y a las 10:00 en punto, colocadas escopetas cada una en sus puestos, se procedió a la suelta.

Tiros por todos los sitios, ladras, agarres, el agotador calor no hizo mella en el afán de perros y perreros. Aquella montería fue un éxito en general, y en lo que a mí me toca, me deparo cobrar, como dije, mi primer venado.

Se procedió a la suelta frente a mí, yo era el postor de “Sierra Sardeña”, ocupaba el último puesto, el nº. 9, y tras la suelta comenzaron las ladras para arriba para la sierra.

A la media hora, y tras un hondo silencio, Julián Vivas (q.e.p.d.), me avisó que había un venado encamado en la cuchilla justo en frente de donde él estaba, efectuó un disparo al bulto con su escopeta para intentar levantarlo pero nada; acto seguido, cuando los punteros llegaron al sitio se encendió la ladra, el venado dirigió su carrera sierra abajo, con todos los perros detrás de él, y con otra rehala que subía desde abajo para cortarle el paso.

Me venía de frente, tenía el paso frente a mí, y todo hacía presagiar que me entraría por allí, así fue, de un salto se puso en el tiradero acompañado de ladridos y voces de perreros que mientras azuzaban a los perros, inquisitorialmente me conminaban a abatir al venado.

El primer disparo fue certero, vi perfectamente el impacto de la bala en el codillo del animal, pese a lo cual, con la inercia, no acuso el tiro, continuando su carrera como si nada, por lo que tuve que efectuar otra descarga, la cual erré. ¡Se ha ido! decía uno de los perreros que venía por abajo, a lo que yo, rabioso, ofuscado por la desesperación, me lie a dale patadas a la enorme piedra en la que estaba apostado.

Esa frustración cambió al instante cuando uno de los perreros que estaba parado en la cuchilla vocifero: ¡Está muerto, ha caído entre unos eucaliptos!

Todo este lance sucedió en décimas de segundos, pero lo que más recuerdo es como se desencamó el venado, y su rapidísima carrera seguido de perros, durante la cual, con los nervios, solo me fijaba de lejos en como aquel venado tenía unas cuernas oscurísimas, el cuerpo pardo negruzco, pero sobre todo me fijé, pues ya lo veía de lejos, como dije, en los cercos oscuros que mostraba alrededor de sus ojos (ojo de perdiz le decimos mi hermano y yo).

Aquel color era propio del roce de las jaras, cuya pringue y con motivo de la tormenta caída la noche anterior, se había secado en su cuerpo. Despedía un olor tan intenso a jaras, que impregnó mi casa toda la noche.

Ese ciervo, aún huele a jaras, y cualquiera puede comprobarlo, los días de mucha humedad, de lluvia, o los días de intensa calor, las cuernas del “venado enjarado” desprenden un fuerte aroma a jaras que inunda todo el zaguán de casa. No miento, son muchos los que pueden comprobar que es verdad, y solo hay que pasarle la mano por las cuernas, para comprobar que muchos años después, aún pegan y huelen a jara.

Como digo, cuando hay mucha humedad, o hace mucho calor, inevitablemente al respirar el olor a jaras, no puedo evitar recordar aquel precioso lance.

Esto no es fruto de mi mente, sino que es real y constatable, y la verdad es que cuando sucede, se genera un ambiente muy tranquilizador en casa, al menos para mí; creo que los expertos lo llaman clariesencia u osmogénesis, que es la percepción extrasensorial de olores, agradables o desagradables, que se nos presentan sin justificación alguna, y que en ocasiones son premonitorios. No es el caso, pues este olor no procede del bajo astral ni mucho menos, pero es cierto que cuando el olor del “venado enjarado” hace acto de presencia en mi casa, ese olor a jaras, a monte, descongestiona el ambiente y relaja.

Ese ciervo fue el primero que he cobrado en mi vida, y eso lo hace especial, pero aún más lo hace cada vez que mi casa huele a jaras, cada vez que esto sucede, ese ciervo cobra vida en mi mente, su recuerdo perdura y su olor es lo que le ha hecho perdurar, vivir, ser tan especial para mí.

Jesús Lara Bueno

lunes, 6 de abril de 2009

LOS OJOS QUE NOS MIRAN


¿Quien no se ha sentido alguna vez observado o vigilado?, esa es una sensación que todos hemos tenido alguna que otra vez en nuestra vida. Cuando se está en el campo, se barrunta, se siente la presencia de esa cierva que oculta, desde la profundidad del jaral nos observa, nos sigue para intentar adivinar cuáles son nuestras verdaderas intenciones.

El águila imperial que se lanza al vuelo rasante desde el alcornoque para después ascender y, desde el azul y en silencio, ver donde se dirigen nuestros pasos, mientras nosotros confiados, nos ilusionamos pensando que estamos solos, que nada, ni nadie nos ve.

Nos sentimos libres con nuestra soledad buscada, mientras con miradas, algunas veces inquisitoriales, otras temerosas, los esquivos animales montaraces fiscalizan nuestra conducta.

Esa presencia que se intuye, pero que no se ve, me lleva inevitablemente a pensar en el enigmático e inofensivo bandido Fendetestas que, armado con navaja en mano, acechaba a todo aquel que transitaba por aquel “Bosque animado” que tantas historias encerraba.

Como un déjá vu sentimos vivir historias ya vividas en otras tardes otoñales, unas historias que se repiten cada vez que pisamos el campo e intuimos la presencia oculta de esos seres del éter, como si de elfos, hadas o gnomos se tratara, con su fija mirada nos siguen, mientras nosotros sentimos como sus miradas se clavan en nuestro insulso ser.

Por unos segundos nos asombramos de vivir esas historias soñadas alguna vez, y seguros de nuestra inseguridad, fantaseamos con un mundo onírico, llegando a preguntarnos qué, ¿Quién puede afirmar que junto a esos animales que nos observan, ocultos allá en la profundidad del oscuro alcornocal, escondido tras uno de esos centenarios arboles, o tal vez entre el helechal, no hay seres fantásticos de esos que llaman mitológicos, observándonos?, ¿quién puede afirmar que realmente no existen?

Muchas veces nuestra ceguera nos lleva a creer solo en aquello que vemos, negando la existencia de aquello que nuestra vista no alcanza a ver, tratamos de darle una explicación científica y racional a todo, y eso, como antes decía, nos hace ciegos al pretender ignorar aquello que, exista o no, somos incapaces de ver, tal vez por miedo a lo desconocido.

Algo parecido nos ocurre con las ideas preconcebidas que tenemos de algunas personas, fuente de la que emanan los dichosos prejuicios, negando casi siempre la opción de intentar conocer a las personas por lo que son, y no por lo que puedan pensar, y todo por creer ciegamente en lo que otros puedan pensar o puedan decir de nosotros.

Tal vez por eso, fruto de mi ingenuidad, me niego a pensar que no existan lugares bucólicos y cargados de romanticismo, me niego a pensar que no haya bosques elficos con seres mágicos por descubrir.

Siempre albergaré un resquicio de esperanza para que aunque imaginarios y fruto tal vez de leyendas mitológicas como dicen, la belleza de los sueños sea más fuerte que la realidad visible, y que aquellos seres que tratamos de evitar ver, por parecernos exagerada su existencia, o incluso por infringirnos un cierto temor basado en exageradas leyendas históricas, al menos seamos capaces de intentar verlos, conocerlos y comprenderlos. Yo mientras tanto, continuare con mi búsqueda de esos seres fantásticos que aún me quedan por descubrir en esos bosques solitarios en los que tanto me gusta perderme de vez en cuando.

Jesús Lara Bueno.

jueves, 26 de febrero de 2009

EL NARCISISMO DEL MONTERO


El otro día, una señora que vino a mi despacho, antes de entrar, se quedó mirando detenidamente los trofeos de caza que tengo en el zaguán de mi casa, leyendo las chapas, las placas de los mismos, y cuál fue mi satisfacción al descubrir infraganti a la atenta observadora; y en verdad, es que todos los cazadores somos un poco exhibicionistas, pues nos encanta enseñar orgullosos nuestros trofeos, que los demás los vean, y a la menor oportunidad que nos den, contar como matamos ese venado en tal sitio, o aquel cochino en aquel otro sitio.

Yo soy un claro ejemplo de ese narcisismo del que hacemos gala los monteros, pues lo mío es muy curioso, un claro ejemplo de lo que digo es que no tengo colgado absolutamente ningún título académico ni profesional, y tengo alguno que otro..., pero sin embargo, junto a mis trofeos de caza tengo el Título de Montero.

Recuerdo que en cierto documental sobre la Montería española, el polifacético Mariano Aguayo decía que: “No ha dejado de rodar el cochino, y el montero ya está pensando en describirles el lance al resto de monteros en la junta de carnes”, y tiene razón, es curioso pero es así, porque el montero encuentra un regusto, un placer que ralla el onanismo, contando y recordando sus lances cinegéticos, tanto inmediatamente después de producirse, como cuando se recuerdan después de muchos años. Eso forma parte de la caza, compartir las experiencias, hacer disfrutar de tus lances a los demás, e igualmente disfrutar de los lances de los compañeros.

Cualquier escusa es buena para contar nuestras azañas venatorias, y siempre hay lugar a la exageración, eso por supuesto, muy típica de los cazadores también, aunque sin malicia alguna, pero esas exageraciones, forman parte también de esa satisfacción que siente el cazador al contar sus vivencias, sus anécdotas.

Es común ver como después de la cacería, se siguen pegando tiros en el bar tomando una cerveza, o sentados en la mesa comiendo, se gesticula y se le corre la mano una y otra vez a aquella cochina que salto a la raya corriendo como alma que lleva el diablo y que de un certero disparo matamos una y cien veces cada vez que algún compañero nos hace la típica pregunta: ¿Has hecho algo?

Y ya en la cama, antes de entregarnos a los brazos de Morfeo, con cierta satisfacción y con alegría por la suerte que nos deparó la jornada, recreamos por última vez en nuestra mente ese lance que nos hizo feliz. Hacemos balance, y los nervios, la noche anterior en vela, bien valieron la pena.

A buen seguro, a esa misma hora, otros maldecirán su mala fortuna, y verán durante toda la noche como el venado que entró andando tranquilamente en el cortadero, se pierde entre las jaras a la carrera, dejando atrás la ilusión, el sueño y rompiendo toda la esperanza del montero que de igual forma, se pregunta una y otra vez, como pudo fallar, tratando así de dar una explicación a su mala suerte.

Pero la satisfacción está ahí, cuando en silencio observamos ensimismados nuestros trofeos colgados de la pared, recordamos con una perfecta nitidez el lance, y nos permite volver a revivir la alegría de aquel día.

Jesús Lara Bueno.

viernes, 20 de febrero de 2009

ESCOPETAZO A MONTESQUIEU


Sobra decir que Montesquieu es el padre y el estudioso impulsor de la organización del Estado actual, basado en la separación y autonomía de los Tres Poderes del Estado democrático moderno (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), separación que garantiza la independencia de los mismos, y por tanto su eficacia.

En España, es sabido por todos que esta separación de Poderes viene de la mano de la Constitución de 1978, la cual es garante de ese principio democrático institucional.

No se entiende un Estado moderno en el que esa separación de Poderes esté viciada, pues de ser así las instituciones del Estado estarían cojas, como coja ha quedado la democracia española en estos momentos con las injerencias del Poder Ejecutivo (Gobierno) en el Judicial, y del Judicial en el Ejecutivo.

Los jueces, aspirantes mitineros a ministros en el pasado, se convierten ahora en vengadores y defensores de la causa socialista, y los fiscales, metidos a ministros juzgadores y legisladores, demuestran un neodespotismo ilustrado nunca visto en los treinta años de democracia que llevamos vividos.

Una montería, una simple montería ha servido para quedar las instituciones españolas cojas, al más propio estilo de la tan referida película en estos días “La escopeta nacional” de Luis García Berlanga, en ella un humilde empresario quería vender sus porteros automáticos, aquí un Ministro de Justicia, un Juez Instructor de la Audiencia Nacional, una Fiscal también de la Audiencia Nacional y un Comisario Jefe de la Policía Judicial se reunieron para cazar a “populares” y festejar veinte años de caza mayor, ¡perdón!, quise decir de socialismo.

“Primero luchamos con los padres, y ahora nos toca luchar con los hijos”, esas son las palabras del discurso de investidura de un Ministro de Justicia, que es a la sazón Notario Mayor del Reino, y ahora resulta que la España que quiere es la España del señorito Iban y de Paco el Bajo, la de la Regula y el Azarías, la España de la niña chica … ¿Quiénes son ahora los señoritos y quienes los criados?

“Los Santos Inocentes”, la genial película de Mario Camus, se rodó para bien o para mal en Alburquerque, pero por desgracia una montería, un simple descaste de muflonas, ha demostrado que poco ha cambiado las cosas en España desde los años cuarenta a esta parte, aunque claro está, en Extremadura, Andalucía y Castilla La Mancha siempre hemos estado igual, las cosas nunca cambiaron, a los hechos me remito, y lo digo yo, el hijo de un humilde jornalero que además trabajó como tal en dicha película.

Yo pienso que los señoritos ahora son los socialistas adinerados y afuncionariados que pululan por doquier en este solar patrio de enchufe y jarana llamado España; ¿O los señoritos siempre fueron ellos y en realidad solo cambiaron la misa diaria y la camisa azul mahón por la chaqueta de pana, y ahora por el traje de diseño, el coche oficial y las buenas palabras?

Tal vez sea ingenuidad, ¡tonto de mí!, pero nuestra Carta Magna dice: “Todos los españoles son iguales ante la Ley”, y yo me pregunto sorprendido a la vista de los hechos, ¿todos?, ¡todos no!, los españolitos que venimos al mundo y somos hijos de vecino, pagamos para poder cazar, mientras otros, ese grupo selecto y elitista que son los que fueron ¿para qué necesitan licencia de caza, si toda España es su coto privado de caza y nosotros somos sus conejillos?

Sea como fuere, una montería ha servido para poner en entredicho las instituciones básicas del Estado español, por eso digo que esto ha sido un auténtico escopetazo a Montesquieu y a su teoría sobre la división de los tres Poderes del Estado democrático moderno; todos nosotros pagamos los puestos de la montería y a cambio no vendimos ni un mísero portero automático.

Jesús Lara Bueno.

domingo, 25 de enero de 2009

UNA LÁGRIMA FURTIVA


No es una leyenda urbana esa que dice que los ciervos lloran cuando mueren, es cierto, y aunque tiene una explicación biológica, prefiero no ahondar en ésta, y seguir con mi romántica idea sobre la muerte de este bello animal, de una muerte que según esa misma leyenda urbana, ha llevado a más de un montero a abandonar la práctica cinegética al contemplar el lloro de un ciervo; tal vez esto segundo, sí sea una leyenda urbana, porque eso sería ser sensiblero en exceso, en demasía.

Si bien es cierto que son, o mejor dicho, somos muchos los que llamamos a la berrea “la ópera de la sierra”, como forma de describir esos atardeceres estivales en la dehesa, cuyo trasfondo se inunda por el canto enamorado de los ciervos, no menos operística es su muerte, debido a su delicadeza, a la sensibilidad con que este noble animal se enfrenta a ella; por eso, he querido titular este artículo así, coincidiendo con el nombre de la famosa y suave canción de la opera “L´elisir d´amore” de Donizetti, porque la descripción de la muerte de un hermoso animal, como es el ciervo, es merecedora de ser revestida de un toque musical, si bien no fúnebre, sí lírico; más aún cuando se trata de describir el encuentro de la mirada del cazador con los aterrados, y aún lacrimosos e inmóviles ojos de la res recién abatida.

Nunca me gusta hablar de “matar la caza”, porque “matar”, es como dice el diccionario de la R.A.E., “quitar la vida”, y aunque el hecho cierto es ese, tal vez dándole un sentido metafísico, o tal vez eufemístico, al menos para mí, en ese momento la vida del animal se eterniza; su estampa, el momento fugaz del lance supremo se muestra perenne en nuestro recuerdo. Por tanto, puesto que el significado de la “caza”, o mejor dicho de la acción de “cazar” es: “Buscar o seguir a las aves, fieras y otras muchas clases de animales para cobrarlos o matarlos”; tal vez por eso a mí, me gusta emplear los términos “abatir” o “cobrar”, pues éstos se adaptan mucho mejor a lo que es el arte de la venación.

Nadie es ajeno a la muerte de un animal, lo mismo da que sea un animal tosco como el cochino, o que sea un animal señorial como el venado; de ahí que muchos monteros aún conservemos la tradición de vestirnos con el debido decoro para tal ocasión, algo que muchos no alcanzan a comprender, pues ignoran que quitarle la vida a un animal de tales características es un hecho de mucha importancia, más aún para el animal que lo pierde todo, su vida, su existencia, su ser. Uno es así de purista, que no puritano; pero no nos perdamos en divagaciones y vayamos al grano, porque es muy cierto que en muchísimas ocasiones, el hábito no hace al monje.

El miedo y la sorpresa de un animal montaraz puede presumirse, puede sentirse, puede incluso comprenderse, pero nunca llegaremos a comprender si realmente es tal, o es simplemente una forma constante de sobrevivir. Ortega y Gasset, fue capaz como nadie de describir esos “sentimientos” por los que pasa la res en el momento supremo de enfrentarse a la suerte de sobrevivir, o de morir a manos del cazador que extasiado, paralizado por los nervios, siente como su corazón palpita con una fuerza tal, que retumba en sus oídos cuando siente acercarse al animal.

El filósofo, nos describe como él dice, “el miedo de la res”, y al mismo tiempo se pregunta: “Pero, ¿es tan cierto que la res tiene miedo? Por lo menos su miedo nada tiene que ver con lo que es el miedo en el hombre. En el animal el miedo es permanente, es su modo de existir, su oficio”, por tanto él describe el “miedo” de los animales como algo instintivo y constante, en definitiva es su salvoconducto, y puesto que nosotros perdimos nuestros instintos, “mientras el pavor hace al hombre torpe de mente y moción, lleva las facultades del bruto a su mayor rendimiento.”

El miedo del animal se percibe, se siente cuanto éste se ve acosado por los perros, o cuando se produce el agarre y ve inminente el fin de su existencia, porque como es lógico, al tener el instinto de la supervivencia, éste inevitablemente lleva parejo el sentido de la muerte; porque en el baile de la muerte, la racionalidad del hombre y la irracionalidad del animal se igualan.

D. José Ortega y Gasset nos afirma con rotundidad que, “la vida animal culmina en el miedo”, y para darse cuenta solo hay que fijarse en la descriptiva y enigmática mirada del animal abatido, en la cual se advierte, a veces miedo, a veces sorpresa, a veces incluso, cierta satisfacción; pero nunca dolor o humillación.

Dicen, en especial los detractores de la caza, que ésta es cruel, y no voy a ser yo quien pretenda restarle algo de dramatismo, pues la muerte de un animal siempre genera cierto rechazo.

Yo que soy de inclinación bucólica y un tanto romántica, les invito a que si tienen la ocasión, se detengan un momento a contemplar los ojos huérfanos de vida del regio ciervo derribado, o la del tosco, valiente y huidizo jabalí, verán cómo es cierto lo que les indico en estas líneas dedicadas a la operística y casi romántica muerte de las reses de caza mayor, pues si en el sentido físico mueren, su mirada inmóvil nos trasmite una sensación de eternidad, que trasciende a su propia existencia.

Jesús Lara Bueno.