martes, 22 de julio de 2008

ÉGLOGAS A SAN HUBERTO


Estimados lectores, “Églogas a San Huberto” no tiene otro fin que no sea poder compartir con ustedes mis dos grandes aficiones: Escribir y la caza. Estas églogas no tienen otro objeto que no sea el de egoístamente, reconfortarme haciendo lo que más me gusta hacer: Escribir, y además hacerlo sobre la caza y el campo.

Ajenas a otras cuestiones como algunos pudieran pensar a priori, estas églogas versaran sobre mis pensamientos, sobre mis gustos, mis deseos, mis sentimientos, mis recuerdos, mis experiencias, pero sobre todo hablaré de mis aficiones, en especial, de mi fascinación por la naturaleza, y mi más que conocida pasión por la caza.

Como buen cazador, soy un enamorado de la naturaleza, de ahí las églogas, que sin ser poemas, pretenderé darle a mis narraciones el mismo ritmo, la misma dulzura y delicadeza que si de poesía se tratara. Por eso he querido titular a mi blog, o mi rincón, como a mí me gusta llamarlo, “Églogas a San Huberto”.

San Huberto es el patrón de los cazadores, cuya festividad se celebra el día 3 de noviembre, y aunque lejana aún esa fecha, mi deseo es conmemorar su patronazgo todos los meses en este blog. Tal vez caiga en la rutina de hablar siempre, o casi siempre, del mismo tema, pero confío que mi columna les resulte amena y entretenida; estoy seguro que les gustará, al menos me conformo con no aburrirles con las divagaciones en las que de vez en cuando me encanta perderme.

Desvelado el “misterio” que guarda el nombre de mi columna, solo queda desvelar el porqué de la misma. Escribir y hacerlo para ti solamente es un tanto egoísta, aunque como antes dije, no menos egoísta es escribir para sentirte bien cuando compartes con los demás tu privacidad, algo tan personal como tus escritos, tus ideas, tus pensamientos. Esa es la satisfacción narcisista del que escribe y publica para que otros lo lean.

Compartir experiencias, vivencias y sentimientos, siempre crea un nexo de unión entre escritor y lector, tanto que a veces el lector es capaz de llegar a conocer al escritor o columnista por sus escritos; espero que así sea, ese es el fin real de esta sección, por eso quiero agradecer el futuro interés que puedan mostrar en mi columna mensual, y ojala ésta sea el germen del que surja ese nexo, esa relación de unión de la que antes hablaba, por lo que como si de un espectáculo circense se tratara, me despido no sin antes invitarles a que pasen y vean, o me mejor dicho, a que pasen y lean mis “Églogas a San Huberto”.

Jesús Lara Bueno.

EL MERCANTILÍSMO CINEGÉTICO*


Dirán que casi siempre trato de temas relacionados con la caza. Es cierto, que le voy a hacer. Es lo que me gusta, mi pasión, mi vicio.

A estas alturas, uno comienza a visitar el campo, unas veces de hecho, y otras en sueño, con el pensamiento, para ver cómo se encuentra e ir haciendo cábalas sobre cómo será la temporada. La mayor mal, la menor mucho peor, sin agua y sin comida que se puede esperar…, pero la carencia natural de agua y comida se compensa con una buena gestión y conservación cinegética de los cotos, garantizando en la medida de lo posible el agua y el aporte alimenticio necesario. Ello indudablemente lleva consigo un aumento considerable de los costes fijos, y por tanto, del precio final que pagan los cazadores.

El bolsillo a estas alturas, de por sí ya maltrecho durante todo el año, se vacía ostensiblemente, haciendo frente a unos precios casi prohibitivos de acciones de caza totalmente imprevisibles, e incluso, a lo peor, se llega a la especulación y el mercantilismo.

El cazador hoy en día, debe ser casi un hombre o una mujer de negocios, no basta con tener afición por la caza. Si a ello le sumamos que todo el mundo quiere exprimir esta actividad del sector primario, incluida la Administración Pública, lo natural se adultera, la caza ya no es caza, es otra cosa, es industria (ejemplo los cotos intensivos, los cercones de jabalíes, las granjas cinegéticas, las orgánicas, las acciones de caza, los arrendamientos abusivos, los animales domesticados, el manejo e intensificación de las especies cinegéticas, etc.)

Ya cualquiera organiza una montería o se hace montero, ya cualquiera se compra la escopeta más cara del mercado, se disfraza de cazador y sale al campo, para ello solo es necesario tener dinero. Si tienes dinero podrás permitirte el lujo de cazar lo mejor, en los mejores sitios, la mayor cantidad de piezas y trofeos, todo ello con resultados garantizados y previa firma de un contrato, pero nunca sabrás lo que realmente es cazar, el “esfuerzo venatorio” que lo llamaba Ortega y Gasset. Lo malo es que los precios los marcan los nuevos cazadores, que coincide además con la nueva clase burguesa, que sin tener afición, paga cuanto le pidan por ir a la moda; y la caza siempre ha sido y es moda.

De nuevo, al mundo de la caza ha vuelto la distinción entre ricos y pobres, hemos retrocedido inevitablemente a lo que históricamente fue, y que logró superarse por un breve intervalo de tiempo.

Históricamente la caza para unos suponía una distracción, un entretenimiento, una afición; mientras que para otros era una necesidad, una fuente de vida y alimento; los primero tenían Don y Din, los segundos simplemente leones rugiendo y arañándole las tripas.


Hoy la caza es una afición para todo el mundo, no se caza comer, ya nadie es un respetable cazador de oficio, cosario o furtivo; creo que ahora los cosarios son las llamadas orgánicas, y que sus piezas son los desaprensivos nuevos burgueses, fruto de los tiempos que corren, que se echan al monte con su potente todoterreno, vestidos impecablemente y armados con el mejor y más caro rifle del mercado, luciendo un flamante y virginal cuchillo de monte.

Tan desnaturalizada está la caza, que aquí en plena Extremadura se organizan safaris de leones y de tigres, y eso es porque hay “safaristas” dispuestos a pagar por abatir en un corral a una vieja fiera de circo.

Mi hermano y yo tuvimos ocasión de escuchar en una montería de esas que llaman de postín, a una pareja de pijos que comentaban con unos amigo cómo estaban decorando la casa, y que ya solo le faltaba un trofeo de muflón para acabar “la colección” como decían ellos, que una vez lo consiguieran dejarían de cazar porque era muy caro; tras escuchar esto, automáticamente nos marchamos de allí indignados. Esto demuestra a lo que conduce la moda y el tener dinero para pagar cuanto te pidan; por desgracia estos personajes, estos “aficinados” son los que marcan los precios en la caza.

Sería un estúpido si no reconociera que la actividad cinegética es fuente de riqueza, por los puestos de trabajo directos e indirectos que genera, del que se benefician propietarios de fincas, organizadores, industrias cárnicas, hosteleros, taxidermistas, armerías y un largo etcétera de profesionales relacionados con el sector, pero todo tiene un límite, y ese límite es la ética. No se puede desnaturalizar la caza con tal de generar más y más beneficios económicos, pero inevitablemente estamos caminando a pasos agigantados a esa situación insostenible que ha hecho y hará que más de un verdadero cazador abandone los trastos de matar.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 85 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Septiembre de 2005)

DISFRUTAR EL SILENCIO*


Escuchar los sonidos de la naturaleza, perderse en la soledad del campo, encontrarse a uno mismo, eso se siente desde la soledad de un puesto.

Ladras, carreras, tronchar de jaras, descargas secas, recias voces alentando a los perros, ecos lejanos de caracolas que anuncian el fin de la montería

El vuelo estruendoso de una perdiz al salir de entre las jaras que te convulsiona el corazón y te reseca la boca, el cantar de los mirlos, alcahuetes del campos que alertan del paso de algún animal por el monte, el sonido de las urracas en la espesura de la mancha que anuncian que las reses han salido de sus encames.

Esa astuta zorra que se pasea por delante de ti, sin haberse percatado de tu presencia, te hace retomar las esperanzas e ilusiones de que posiblemente pueda entrar por sus mismos pasos un cochino, o quién sabe si un venado.

El embelesamiento que te produce ver como las siluetas de algunos buitres, sabedores de un posible festín, recortan la grandeza del cielo, dejando tras de sí un leve susurro que acaricia los oídos al sobrevolar la postura.

Eso es disfrutar del silencio, un silencio que te hace pensar durante las largas horas de espera en cosas unas veces trascendentales y otras banales y mundanas, pero que te evaden de la realidad cotidiana, de los problemas del día a día; en esos momentos, el oído solo escucha el silencio.

El afán por cazar nunca queda diluido, pero por momentos queda en un segundo plano ante el silencio del campo, solo roto por los ladridos y las voces de fondo.

Antonio Cuéllar Gragera, gran cazador, describió muy bien las sensaciones del cazar: “En aquel tiempo, como ahora, tenía tal afición a la caza, que aún estando en ella, soñaba que cazaba.” De ahí que un filósofo de la talla de José Ortega y Gasset, no cazador, a propósito de la caza y la felicidad, analizara tales sensaciones concluyendo con esta afirmación: “Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación. Medio en ellas, no echa de menos nada; íntegro le llena el presente, libre de afán y nostalgia. Por eso deseamos que no concluyan nunca. Quisiéramos perennizarlas, eternizarlas. Y, en verdad, que absortos en una ocupación feliz sentimos un regusto, como estelar, de eternidad.”

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 80 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Febrero de 2005)

CUANDO EL MONTE SE LLENA DE VIDA*


“Yo, dijo la cigarra,
a todo pasajero
cantaba alegremente
sin cesar un momento.”
F. Mª. de Samaniego - "La cigarra y la hormiga"

Este año la primavera se ha convertido en un simple trámite debido a la sequedad que presenta el campo, pero aún así, tras los chubascos caídos, resulta bonito contemplar, aunque escasas este año, las fugaces estampas primaverales que ofrece el campo antes de la inminente llegada del verano.

Realmente el monte se llena de vida, para ello sólo hay que observar como cualquier solana se cubre con un colorido manto de flores de jara, brezo y romero. Esta vista resulta cuanto menos, excitante para los sentidos.

Contemplar esta visión supone sentirse insignificante ante tan enorme demostración de grandeza, grandeza que la mayor parte del común de los mortales no sabe, o no es capaz de apreciar o valorar, pues cada uno ve y siente lo que quiere, o lo que puede.

Para mí, aunque pueda parecer una cursilada, resulta gratificante por ejemplo, ver el laborioso trabajo de las abejas obteniendo polen, comiéndose literalmente las flores, ya que hay veces que se agolpan unas encima de otras en su afán por sacar los mejores jugos de las flores, u observar atentamente el ir y venir sin descanso de las hormigas a través de las pistas marcadas sobre la tierra o bajo el pasto, “carreteras de hormigas”, como les llamaba cuando era pequeño, en busca de grano para pasar el invierno, mientras de fondo, con las primera calores, comienza a sonar el cantar de la cigarra, haciéndose un año más realidad la cruel y profética fábula de Samaniego.

El canto alegre de los pájaros se traduce en una zarzuela inigualable para los oídos, los cuales se entregan a sus juegos amorosos o algunos ya, al cuidado de su prole.

Pasear por una sierra en este tiempo, en un fresco amanecer o atardecer, te hace pensar en esa vida oculta que despierta en la profundidad de ese inmenso jaral floreado, que se da cita al atardecer en torno a ese venero que se intuye por el croar de una rana, o junto, o junto a los madroños; esos pequeños rayones que, tras sus madres, ya despuntan muestras de una astucia casi sobrenatural. Esos rayones que en sus primera correrías se cruzan en esta época del año con los venados que, habiéndose desprendido de sus cuernas, se desprenden también de su habitual porte orgulloso, cambiándolo por un amaneramiento y cortedad radicalmente opuesto.

Ese cervatillo despreocupado, acostado entre el alto pasto de la dehesa, resguardado de los peligros que le acechan, vigilando constantemente por su madre, que duerme tranquilo con el arrullo de la nana que le cantan los grillos.

Toda esa vida que no se ve, pero que se presiente que está ahí, es algo grandioso, y mucho más lo es ser capaz de imaginarla sin verla.

No hace falta ver atravesar por un camino a una perdiz acompañada de sus polluelos, o ver a unos zorrillos jugar al atardecer delante del canchas donde está su madriguera para saber que están ahí, y si tiene la suerte de verlo, ¡eso es la leche!

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 83 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Junio de 2005)

CON CAPOTE Y SIN AGUA*

¿Cuándo se han visto mariposas en el mes de enero y hormigas acarreando grano en el mes de febrero? Yo desde luego nunca antes lo había visto, esto es el mundo al revés.

Escribo estas líneas justo al día siguiente del fin de la temporada cinegética, caracterizada por la ausencia de lluvias, dejando al campo polvoriento y seco; el color amarillento del pasto ha sustituido al verde que debería reinar en estas fechas en nuestros campos, algunos regatos se mantienen gracias al escaso hilo de vida que le dan los mermados veneros, y los caminos polvorientos hacen atípico el paisaje, cubriendo las jaras resecas y sin su pringue característica, y a las encinas y alcornoques que los bordean de un polvo veraniego que sólo la lluvia les hubiera quitado; ¿Y pensar que me compré un capote porque creía que esta temporada llovería como nunca?

Tan solo he utilizado el chubasquero un día que si agua y Dios hay en los cielos, me cayó toda encima ese día, desde entonces no ha vuelto a llover.

El caso es que el calor, el terreno reseco y la ausencia de agua, han deslucido la temporada, aunque los resultados en lo que capturas se refiere, han sido normales, incluso desde mi punto de vista, algo superiores a los de temporadas anteriores. Para mí, sin lugar a dudas, en los años que llevo como cazador, ha sido la mejor d todas las temporadas en lo que a resultados se refiere, pese a que el tiempo no haya acompañado.

Si antes hacía referencia a la extrañeza que me supuso ver imágenes tan primaverales como las señaladas, no menos extraño me ha resultado ver aguanieves picoteando en medio de los olivares que hay dentro del pueblo, pues las mismas lo han tenido y tienen que estar pasando mal este año para encontrar alimento, y sabiendo lo esquivas que son con el hombre, es mal asunto que se acerquen al casco urbano.

Las jabalinas preñadas en el mes de octubre, incluso con rayones ya, no es tampoco normal, y sin embargo es habitual verlo y con total normalidad se afirma que el ciclo reproductor de esta especie se ha alterado, posiblemente debido a su enorme población y a la presión cinegética.

Tampoco era usual que las cigüeñas y los cernícalos pasaran el año entero aquí y, sin embargo, vemos como normal que muchas cigüeñas se queden; los más optimistas dicen que es porque aquí encuentran alimento durante todo el año, intentando justificar lo injustificable; ¿Cómo me justificarían entonces ver una pareja de cernícalos primillas en plenas navidades sobrevolando la Plaza de España de nuestro pueblo?, no es que sea muy habitual tampoco, aunque si las vacas comen carne, como decía un profesor de mi facultad, no debemos extrañarnos ya de nada.

Como antes señalaba, esto es el mundo al revés, mi madre constantemente me explica que mi abuelo siempre decía que no puede haber dos primaveras en el mismo año, y es muy cierto; ¿Puede esto ser consecuencia del menosprecio por la naturaleza del que siempre ha hecho gala el homo sapiens sapiens?, ¿habrá comenzado a pasarnos factura la madre Naturaleza por el trato vejatorio que con ella hemos tenido y tenemos?

Hace relativamente poco tiempo que han empezado a tener vigencia los acuerdos reflejados en el Protocolo de Kioto, y pese a no ser yo agorero, ni pretender que este artículo sea visto como catastrofista o el anuncio de la llegada del Apocalípsis, sin dudar afirmo: ¡Arrepentíos, porque cosechareis lo que habéis sembrado!

Creo que todos debemos poner de nuestra parte en la medida de lo posible (reciclando, no contaminando, no tirando basura al campo, etc.), y muy especialmente los gobernantes, que son los responsables de legislar y hacer cumplir las leyes, y que todos aprendamos a saber lo que significan estas dos palabras: DESRROLLO SOSTENIBLE.

Puede que haya quien piense que las mariposas vistas por este columnista en el mes de enero no son consecuencia directa de esa lavadora que hay tirada en la Cañada Boyal, o de esa tumbona ajada que hay en el Marco de Brozas, que es mezclar las churras con las merinas como suele decirse, pero tal vez sí sea consecuencia de coger el coche todos los días para ir a trabajar dos calles más abajo de donde vivimos.

Difícilmente podemos vivir del turismo las regiones rurales, si no conservamos el Medio Ambiente, si no se hacen políticas activas de concienciación a la ciudadanía, si permitimos que haya industrias contaminantes, si no queremos ver los basureros y las escombreras ilegales, etc.; en definitiva, si no se usan y se ponen todos los medios con los que contamos a nuestro alcance.

Esto lo digo justo al día siguiente de habérseme caído la cara de vergüenza ajena en la montería de “Los Conejeros”, donde había un señor de Badajoz que miraba extrañado y no con poco asco las cunetas de la antigua carretera de Badajoz, conocido picadero y basurero local, como preguntándose, ¿y en este basurero local va a dar esta gente una montería?

Muchas veces, por no decir siempre, se olvida un subsector turístico que deja muchísimo dinero en Alburquerque, como es el turismo cinegético. Ese señor dejó en Alburquerque su dinero (compró un puesto, almorzó y se tomos sus copas), y Alburquerque a cambio le ofreció un basurero. Esta mala impresión que se llevó ese señor, fue solo compensada con la cordialidad que gastamos los cazadores y hosteleros alburquerqueños.

Esta desagradable situación me hizo pensar, espero que a todos los que lean esta columna les haga pensar también, porque respetar el Medio Ambiente es un deber moral de todos y cada uno de nosotros.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 64 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Marzo de 2005)

MI PRIMERA CACERÍA*


El otro día, en la montería de “La Dehesa”, durante el trayecto en coche hacia el cazadero, tuve ocasión de hablar con un veterano cazador alburquerqueño, Manuel Píriz, el cual me contó cómo fueron sus comienzos en el mundo de la caza, y acto seguido, yo le correspondí contándole cuales fueron los míos.

Esta conversación me animó a escribir este artículo, un artículo que llevaba muchos años madurando en mi cabeza, en el que poder describir como fue la primera jornada de caza de mi hermano y mía, que resultó, para que nos vamos a engañar, bastante corta e inusual, y que tanto él, como mi madre y yo, recordamos de vez en cuando con mucha gracia.

Todos los comienzos son duros, y la iniciación en el mundo de la caza que tuvimos mi hermano y yo, no fue menos. Lo normal es que la afición se herede de los padres, pero en nuestro caso no fue así, pues a mi padre ni le gusta ni le ha gustado nunca la caza, no así a mi madre, que desde pequeña la vivió en su casa como algo cotidiano pues mi abuelo Isidoro era un gran cazador de menor, el cual no solía hablarnos mucho cuando éramos pequeños de su amplia experiencia como cazador, no así nuestra madre, que nos cuenta constantemente las anécdotas venatorias que le sucedieron a su padre, así como de su forma de cazar. Pues bien, esto unido a la gran amistad que tenemos con Gabino Meléndez, un esforzado cazador, fueron el germen de nuestra afición a la caza.

La primera escopeta que tuvimos, es una magnifica paralela F. A. del año de la pera, a la que llamamos “la fea”, se la compramos a nuestro amigo Gabino por doce mil pesetas, el cual además, nos regaló la funda. Para poder comprarla, mi hermano y yo hicimos un bote en el que cada semana, normalmente después de ver el programa de televisión “Jara y Sedal”, depositábamos cada uno cinco duros, y si alguno iba un poco sobrado, incluso ponía diez; yo tendría unos catorce o quince años y mi hermano dieciocho.

Mientras recaudábamos el dinero necesario para comprar nuestra ansiada escopeta, íbamos muchos días de caza con Gabino, a “El Espolón” y la Cañada Boyal, para ir practicando el tiro con “la fea”, instrucción que solo recibía mi hermano por ser él mayor que yo, y porque no decirlo, porque a mí me daba un poco de miedo el retroceso del arma. La clases prácticas eran muy curiosas pero efectivas; mi hermano Eduardo se encaramaba con la escopeta encima de una piedra alta, y Gabino se ponía debajo de ella, y cuando mi hermano estaba preparado con la misma, Gabino desde el suelo le lanzaba al aire un trozo de corcho o de madera para que mi hermano le soltara los perceptivos barrenazos, mientras, yo los observaba repetir una y otra vez esta operación desde un canchal contiguo.

Cuando tuvimos reunido el dinero suficiente para adquirir “la fea”, fuimos rápidamente a comprarla y hacer los trámites oportunos al cuarte de la Guardia Civil para ponerla a nombre de mi hermano, ¡por fin era nuestra!, ¡por fin teníamos una escopeta!

Tras comprar en la armería de Manzano una caja de cartuchos y un morral, lo preparamos todo para ir a cazar solos por primera vez.

Durante toda la semana estuvimos planeando como sería nuestra jornada de caza el siguiente sábado, entraríamos a cazar por la calleja que va a “El Vicioso” para comenzar a cazar en la Cañada Boyal y posteriormente terminar en “El Espolón”, cerca del cementerio.

Nuestra madre nos preparó por la noche un bocadillo, para retomar fuerzas a media mañana. Tras ser imposible poder conciliar el sueño, saltamos de la cama, y tras desayunar y revisar los chismes de nuevo, todo estaba preparado para ponernos en camino con los trastos a cuesta.

La semana estuvo muy nubosa, pero apenas llovió. Mi madre, soltando dos lagrimones como puños, nos dio un beso a cada uno, y aún recuerdo sus palabras: ¡Tened mucho cuidado!, si os viera vuestro abuelo…”, acto seguido salimos por la puerta, quedando mi madre en el umbral viendo como nos marchábamos andando, pero no muy largo, porque comenzó a llover como si fuera el diluvio universal, y lo más que anduvimos fueron diez pasos hasta llegar a la puerta de nuestro vecino “Sesa”.

Mi hermano y yo nos miramos, y nos preguntamos el uno al otro: “¿Qué hacemos?; la respuesta fue inmediata, echamos a correr a casa. Una vez entramos dentro, en vista de la que estaba cayendo y del frío que hacía, mi hermano me preguntó: “¿Esperamos a ver si escampa?”, mi respuesta no fue otra que decirle: “¡Chacho!, yo creo que lo mejor sería que nos acostáramos otra vez porque, ¿ A dónde vamos a ir con la que está cayendo?”, a todo esto mi madre se partía de risa mientras veía como nos dábamos la vuelta.

Y así fue mi primer día de caza, que francamente fue corto; y es que como suele decirse, los comienzos son duros, y en nuestro caso además, graciosos; pero la afición es la afición, y ahí seguimos, cada día con más afición, recordando con añoranza aquel día.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 77 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Octubre de 2004)

EL OJO DEL DIABLO*


Un lugar, un paraje, un enclave que siempre me inspiró respeto de pequeño, por su nombre, por su bucólico y oscuro entorno de grandes y sombríos alcornoques, es “El ojo del diablo”, al que siempre, no sé porque, siempre relacioné con la entrada al reino de las tinieblas, tal vez sea por eso, que en las ocasiones que he ido a visitarlo, incluso después de mayor, nunca me he atrevido a acercarme a él, y cuando lo he hecho, no ha sido sin guardar una cierta cautela.

Es un temor que el niño que llevo dentro no logra superar, el mismo temor que aún hoy me impide asomarme al brocal del pozo de mi casa, pues la “Mamaluca” que está en sus profundidades, con su huesudo brazo humeante, como yo me la imaginaba, puede agarrarme; ¡ojala todas las “Mamalucas” con las que nos encontramos y tenemos que lidiar en nuestras ajetreadas vidas fueran así de simples e inofensivas!

Los nombres de todos los parajes tienen su porqué, pero éste tiene algo especial, este nombre me inspira respeto; “El ojo del diablo”, me suena a ultratumba, a más allá, me suena a romanticismo, me suena a Bécquer.

Respeto, sí, respeto es el que me inspira algo de quien nunca nadie me ha contado una historia, el respeto por un nombre, que no sé de donde viene, el respeto por una leyenda que de pequeño, mi mente quiso imaginarse, el respeto por un nombre al que la ingeniosa niñez supo explicar el porqué del mismo; respeto porque el niño que creció, cuando esta cerca de ese lugar, se sigue sintiendo observado por el mismísimo ojo de Lucifer en la tierra.

Pero la imaginación calenturienta de aquel niño le llevo a imaginarse algo más, que para luchar contra el mal que aguarda allá arriba, en aquella plutoniana entrada de las peñas, unos humildes frailes franciscanos, quisieron hacer de aquellos lugares su hogar, para advertirnos a todos que el mal siempre está cerca de nuestras vidas, incluso de la de los hombres más piadosos como ellos, y así nos los recuerdan los vacilantes muros de su ruinoso convento, el convento de “Los frailes viejos”.

Tal vez la mente de aquel niño fue capaz de llegar a la conclusión de que “El ojo del diablo”, no fuera la entrada, sino la salida del reino del mal y del injusto sufrimiento que nos ha tocado vivir en una tierra donde abundan por doquier demonios dispuestos a hacer el mayor mal posible a las gentes de bien.

Que bonito es imaginar, que bonito es soñar despierto, que bonito es conservar un poco de aquella ingenuidad de la niñez que no veía el mal en las personas, sino en los lugares y en los seres fantásticos.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 72 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Marzo de 2004)

LA VERDADERA HISTORIA DE UN SONADO FALLO*


Día 18 de octubre, la mañana se presenta nublada aunque no muy fría, tras una noche en la que me ha sido imposible conciliar el sueño, debuto en la montería de “El Capitán” como postor y como secretario de sorteo, y encima tengo un puesto de lujo, de esos en los que siempre se tira, y lo que se tira es calidad de la buena, ¡como para no estar nervioso…!

El sorteo se realiza con total normalidad, y una a una las armadas van saliendo para cerrar la mancha; el corazón se me sale por la boca. Chiqui Santos, que también debutaba como Capitán de Montería, anuncia el sorteo de mi armada, llega el momento de salir, y allá que vamos. Durante el camino al cazadero, nerviosamente rezo para mí tres Padrenuestros.

Tras llegar, coloco las escopetas en sus respectivos puestos; por cierto, no he dicho qué armada colocaba, “el escape de los pinos”, ¡total !, dura de poner por lo inclinado del terreno y por la corta pero dura mancha que separa el acero de mi puesto, la cual por poco le cuesta la vida a mi hermano, ya que los nervios unidos al cansancio de la subida y la imposibilidad de avanzar por la mancha, le produjeron un grave ataque de asma, tan preocupante, que casi nos tenemos que bajar a toda prisa.

Tras descansar un poco y tranquilizarnos del dichoso ataque, llegamos los dos al puesto, el 7, un puesto de balcón en una piedra que se mete encima de la mancha, y desde la cual hay una vista maravillosa de toda la sierra de “La Caraba” y de “Los Tres Arroyos”, paisaje que una llovizna cada vez más intensa se encargó de ir borrando poco a poco.

La montería transcurre, no se oyen ladras, per se escuchan algunas descargas, los perros vienen de la mitad de la sierra para abajo, no muy lejos de mi postura, cuando siento un entrecortado estrebejir de jaras, un guarro, como sólo los grandes saben hacerlo, le ha cogido la vuelta a los perros tranquilamente y viene zorreando, andando y parándose, de abajo hacia arriba para rodearlos por arriba y escapar hacia atrás dándole la cara.

Un sudor fría brotó de mi frente, la boca reseca, el corazón a punto de estallar, fueron unos segundos que se me hicieron eternos, mientras corría la mano a derecha e izquierda a cada paso que daba el guarro, esperando a que se mostrara en uno de los pocos resquicios de claridad que tenía el duro monte.

¡Coño, así fue!, el guarro se detiene para coger aire y escuchar poco antes de salir a un clarito de poco más de un metro cuadrado que yo tenía a unos diez metros, justo enfrente de mi puesto, y de pronto da un paso y se planta en él, inmóvil, mostrándome su enorme y canoso cuerpo a lo largo; “¡Ostias Jesús, tírale que es bueno!”, me decía mi hermano, y dicho y hecho, pero mal hecho, metiendo la pata hasta atrás, porque antes de disparar, con los nervios al ver que era un Sr. Catedrático, como diría Antonio Covarsí, sin darme cuenta, cuando quité el seguro tiré del cerrojo, sin llegar a expulsar la bala afortunadamente, al escuchar el sonido metálico del cerrojo, el cochino levantó su enorme cabeza mostrando con todo su esplendor su enorme boca, mirando hacia arriba buscando con su vista el lugar de donde venía el sonido, clavando su mirada en la piedra donde estábamos parapetados mi hermano y yo. En aquel momento, cuando nos vio, su mirada, esa mirada que solo los guarros buenos tienen cuando se sienten sorprendidos, lo decía todo: “¡Me han cogido!”

“¡Que es un navajero!, ¡tírale Jesús!", me insistía mi hermano; en décimas de segundos, nuestras miradas se encontraron, pero yo sólo pensaba en la gloria, en las felicitaciones del resto de monteros, en los enormes colmillos que me mostraba el guarro; levanté la cara para verlo mejor y me llene de guarro como se suele decir, ¡PUNNNNNN!, el estrepitoso ruido retumbó en toda la sierra, y ya solo pensaba en el cachondeo del resto de monteros.

Al disparar, el guarro se dio la vuelta corriendo para abajo, y acto seguido se metió en unos enormes zarzales que había a mi izquierda y por allí cruzó una alambrada, perdiéndose su canosa silueta para siempre.

“¡Me cago en la ostia!, ¡es que soy gilipollas!", decía en voz alta mientras le daba patadas a la piedra; “que cacho navajero te has dejado ir tío…”, me decía mi hermano; yo no escuchaba nada de lo que me decía, y sólo decía: “¡Tu has visto la boca que tenía!, ¡que navajero!, ¡estaba tó canoso tío!, ¡me cago en la…!; eran ya palabras mayores que no se deben decir, y que como ustedes se puede imaginar hacían referencia a la madre del guarro…

Al guarro no le di, pero a una escoba que estaba al lado bien que le di. Aún sabiendo que había fallado garrafalmente, al terminar la montería fui a ver si daba sangre, sabiendo yo demás que no le había tocado un pelo.

No me explico cómo antes de que yo llegara a la junta de carnes, todo el mundo estaba ya enterado de aquel estrepitoso fallo, unos se reían a carcajadas, otros me animaban diciéndome que no pasaba nada, y todos querían saber cómo fue el fallido y accidentado lance. Yo haciendo gala de una integra sinceridad, aquella tarde, al igual que las dos semanas siguientes, se lo relataba a todo aquel que me lo preguntaba, como ahora se lo he descrito a ustedes, para que luego digan que todos los cazadores son unos mentirosos…

En aquella montería, Chiqui, el nuevo Capitán de Montería de la Sociedad de Cazadores, se estrenó en su cargo con un precioso y enorme guarro, y desde aquí le reitero mi enhorabuena, pero créanme, ese comparado con el que yo fallé era un rayón; rayón que muchos habían visto por aquellos andurriales semanas antes de la montería, y que siempre supo ser discreto a la hora de dejar huellas.

Desde ese día, en el 7 del “escape de los pinos”, ese solitario se convirtió en todo un maestro para mí, el cual se ha ganado morir de viejo, y así lo quiso Dios ese día; ¡Ojala no muera nunca a manos de un vil furtivo!, esa sería la mayor ofensa que le podrían hacer al que desde entonces es para mí todo un mito cinegético.

He dicho antes que ese cochino fue un maestro para mí, y así es, pues gracias a él he cogido experiencia, esa experiencia que me faltó ese día, y como de los fallos también se aprende, desde entonces se ha quitado la manía que tenía de que, cuando limpiaba el rifle en casa, era cogerlo, quitarle el seguro y automáticamente cerrojear, una manía esta que me ha hecho fallar ya en dos ocasiones, la otra fue un venado, pero esa es otra historia que algún día les contare.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 70 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Enero de 2004)



CADA VENTANA, GUARDA UN SECRETO*


Cuando cae la fría noche y la lluvia da una tregua, a esa hora en la que los perros le ladran a las sombras y los gatos se enzarzan en sangrientas contiendas, me gusta pasear por las calles de Alburquerque, y fijarme en las cálidas luces de los hogares que se dejan entrever por los balcones y las ventanas.

No es una costumbre que tenga, y mucho menos que la ejercite a diario, pero lo cierto es que cuando por necesidad, o por capricho tengo que salir de noche a la calle, me gusta fijarme en las luces que iluminan las ventanas por las que paso, y me encanta imaginarme que historias habrá tras los cristales de cada una de ellas, cuanta vida hay entorno a esas luces, cuantos secretos; me gusta pensar que tras cada una de esas ventanas iluminadas hay una historia.

En una amor y pasión, en otras peleas y odios insospechados, en otras malos tratos maquillados y sufrimiento, mucho sufrimiento, en otras juegos infantiles y felicidad entorno a una camilla calentada por un reconfortante brasero, en otras el aguante de muchos años de convivencia que se hace llevadera gracias al “corazón” que muestra el televisor, en otras, simplemente soledad; pero sobre todo, tras cada una de esas ventanas que me paro a observar desde la calle, hay mucha vida, porque cada vida tiene su propia historia, y la luz que traspasa los cristales de esas ventanas, así me lo hacen sentir.

A mi paso, un perro se aleja ladrándome, como diciéndome que no es hora de deambular por las calles oscuras y silenciosas, que no es hora de intentar descifrar los secretos que guarda cada ventana, que vuelva al calor de mi propia casa, que cada uno en su casa tiene su propia historia de la que preocuparse; parece que con su ladrido me dice que deje a cada ventana con su intransferible historia, que por la mañana, cuando el sol salga, cada una de esas historias se echara a la calle camuflada de la hipocresía y el egoísmo que es la cotidiana realidad del día a día.

Cada tarde, cuando cae la noche, y las luces de las casas se van encendiendo, con ellas aparecen de nuevo las verdaderas historias de cada hogar, historias que el tiempo, se encarga siempre de desvelar; ¡Cuanta realidad hay en cada ventana!, ¡Cuanta hipocresía hay fuera de ellas…!

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 68 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Octubre de 2003)

CAMINO AL SANTUARIO*


Uno de los recuerdos que más vivamente conservo de mí niñez, es el camino de Carrión, camino que todos los años llegado el mes de Junio, recorríamos mis padres, mi hermano y yo, no ya por promesa, sino por fiel costumbre.

Para mí aquella caminata siempre se hacía corta, pues iba jugando con mi hermano, y he de reconocer que nunca me alejé en mi correría de mis padres, ya que he confesarles que aquella calleja me imponía, pues era tal la belleza sombría de sus paisajes, que sentía temor, un temor que me hacía estar alerta y mira de reojo cada portillo que nos encontrábamos en las maltrechas paredes que la bordeaban.

Mis temores cesaban cuando allá a lo lejos se veía el siempre blanqueado santuario de Carrión, entonces me sentía reconfortado por llegar a nuestro destino.

La ascensión por las escaleras de la ermita era algo grandioso, al cruzar la verja yo no me importaba el cansancio del camino, sentía una paz interior indescriptible; siempre le atribuí un halo de magia y misterio a ese lugar.

El reencuentro con la Virgen de Carrión era casi místico; las risas y los juegos de mi hermano y míos cesaban, mi padre y mi madre guardaban silencio, con una profunda satisfacción de estar ante ella como todos los años, y eso se reflejaba en sus rostros. Instintivamente, sin saber porque, me arrodillaba y comenzaba a musitar entre diente un Padrenuestro y un Ave María, que por entonces aún no me sabia de carrerilla.


Estando ante ella no importaba el largo camino realizado, ni el calor, ni la escuela a la que tenía que volver el lunes. Todo se olvidaba, todo era silencio, todo era tranquilidad y quietud; todo era paz.


Como es preceptivo, una vez encendidas unas cuantas velas, a las que casi no lograba alcanzar a encender, salía de la ermita deseando ponerme en marcha para llegar a mi casa, con más fuerzas aún para jugar con mi hermano en el camino de vuelta. Un último vistazo atrás desde el puente suponía el adiós al que para mí, como antes dije, era y es un lugar mágico.

Esos eran los sentimientos de un niño que sin saberlo, vivía plenamente lo que entiendo, puede llamarse fe; unos sentimientos de paz que se renuevan cada vez que subo las escaleras de la ermita y me encuentro arrodillado ante mi pequeña señora, la Virgen de Carrión.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en septiembre de 2003 en la revista de las “Ferias y Fiestas en Honor a la Virgen de Carrión”. (Septiembre de 2003)

PRIMERAS LLUVIAS*


Escribo estas líneas cuando desde la ventana de mi cuarto veo como las primeras lluvias hacen acto de presencia, la gente corre por la calle para guarecerse del agua que cae incesantemente, y los árboles ya se van desnudando ante la llegada de su cita anual con el otoño.

Esta imagen es el preludio de la llegada de la estación más romántica del año, pero para mí significan algo más, los aromas que traen consigo, el olor tan característico a tierra mojada, a jara, eucalipto o romero, me recuerdan que con ellas se acerca la temporada de monterías.

Con estos inconfundibles aromas, vienen a mi unos sentimiento indescriptibles, un nerviosismo, casi buscado por mí, auspiciado por las ilusiones y esperanzas que se renuevan al comienzo de cada temporada.

Estas estampas otoñales me invitan a limpiar mi fusil, afilar el cuchillo y engrasar los zahones y las botas para que resistan las inclemencias de esta tierra nuestra tan extrema y dura.

Ya sueño y me ilusiono con las ladras y las carreras de las reses, con las descargas y el sonido de las caracolas al término de cada montería.

En estas fechas, uno se vuelve a releer los libros de caza que guarda como un tesoro, y las conversaciones venatorias con los compañeros de fatigas aumentan, recordando lances de jornadas pasadas, exagerados casi siempre, que no se repetirán, pero que se mantendrán siempre vivos en nuestras mentes; y como nó, hablando de lo que nos espera, soñando con cobrar este año el navajero o el venao de nuestra vida, y así matamos el gusanillo de la afición y nos ilusionamos.

Pronto nos echaremos al monte, a patear esas sierras que tanto queremos y añoramos, esas sierras de un Alburquerque señorial y montero por excelencia que antaño fue punta de lanza de la montería extremeña y cuna de ilustres monteros, y que hoy se encuentra tocado de muerte por culpa de los cercones y las excesivas roturaciones y desbroces; ¡Maldita la hora en la que inventaron los buldocers y las alambradas!

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 67 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Septiembre de 2003)

UN ATARDECER CUALQUIERA*


Creo que todos coincidirán conmigo en afirmar que pocas cosas hay tan hermosas como ver la puesta de sol de un día de primavera, mucho más aún si lo haces en buena compañía y desde alguno de los muchos parajes con los que contamos en Alburquerque.

El ocaso supone el adiós aun día más de nuestras vidas, que se va para no volver nunca, y que lo hace escapando bajo el amparo del silencio cómplice de los deseos y esperanzas que alberga un mañana que aún está por venir.

La última puesta de sol que vi desde uno de esos parajes a lo que ante hacía referencia, fue en el que mi hermano y yo bautizamos como “El mundo perdido”, y realmente así es, es un lugar perdido, otro mundo, un lugar de ensueño que te hace ver lo insignificante y vulnerable que es el hombre en medio de la grandiosidad de la naturaleza.

Estar en ese lugar, viviendo un atardecer en todo su esplendor, en una sierra única, observando y sintiéndote observado por animales casi extinguidos por el que ahora a duras penas pretende protegerlos, hace que te transportes a tiempos pasados y te hace pensar en las historias de amor y odio que debieron vivir las personas que habitaron en estos ocultos y no tan lejanos lares; un “mundo perdido” que no lo es tanto, pero que yo quisiera que así fuera, su entrada, un extraño alcornoque retorcido y con el tronco a ras del suelo, sirve para hacerse una ligera idea de lo maravilloso que es ese lugar, un lugar mágico para mí.

¿Saben cual es y donde está el sitio del que les hablo?, ¡No!, entonces lo ha conseguido, realmente este lugar se ha convertido en mí “mundo perdido”; encuentren ese alcornoque, y habrán encontrado mí lugar secreto, sin duda cuando lo hayan hecho, me darán la razón en todo lo que les he dicho de ese sitio.

Comprendo lo que deben sentir los emigrantes que están lejos de su Alburquerque, de su tierra, y no solo por los amigos, familiares y recuerdos que dejaron atrás, sino porque no pueden ver un atardecer en esa tierra que les vio nacer y crecer.

No me gustaría nunca tener que marcharme de Alburquerque, pero si alguna vez, por los motivos que fuera, tuviera que irme de aquí, una de las cosas de mi pueblo que guardaría en mi maleta de los recuerdos sería una puesta de sol desde mí “mundo perdido”, y esa simpleza, unida a los familiares y amigos, serían los soportes que me darían fuerzas y me ayudarían a aguantar viviendo en la lejanía.

En espera de que nunca llegue ese momento, seguiré disfrutando de un atardecer cualquiera desde “El mundo perdido”.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 64 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Mayo de 2003)

EL SUEÑO*

Aquellos que, como yo, aman la montería, comprenderán la historia que les voy a narrar. Esta historia está basada en un sueño que desde hace tiempo se repite en mi mente, y del cual os hago partícipes, porque todos sabemos cómo suelen ser este tipo de sueños, y más aún cuando se siente pasión por la caza.
El sueño transcurre de la siguiente manera. Andaba yo buscando como loco una montería en la que verdaderamente hubiera cochinos con los que pasar una buena jornada de caza y, sobre todo, que me permitiera alcanzar el ansiado sueño de convertirme en montero a través del bautizo.
Una tarde, tomando unas copas con unos amigos, que también son aficionados a la caza, todos coincidían en afirmar que este año “El Pincho” andaba plagado de guarros, y que incluso se había visto algún que otro venado por aquellos lares.
Aquella conversación propició que un presentimiento se adueñara de mí y, como alma que lleva el diablo, salí corriendo del bar, sin apenas despedirme de los que me acompañaban, y me dirigí a la casa de mi buen amigo Ángel Rasero, pues él tenía unas tierras que formaban parte de aquella mancha y seguramente tendría algún puesto.
Así era, yo estaba en lo cierto. La montería la iba a dar la sociedad local y a él le habían remitido una invitación para asistir, la cual me cedió gustosamente, pues no le gustaba el mundillo de la venatoria.
Un par de días antes de la montería ya tenía mi mochila preparada, mi cuchillo afilado y mi vieja escopeta paralela a punto, escopeta que habíamos comprado entre mi hermano y yo a nuestro buen amigo , y mejor montero, Gabino “El Melendre”, al cual le debo todo lo que sé sobre la montería.
Recuerdo que la noche que precedía a la gran cita no pude conciliar el sueño. El tiempo se hizo eterno entre los nervios, los deseos y, sobre todo, con la presencia permanente de aquella premonición que me venía acompañando desde aquel día en el bar y que no conseguí apartar de mi cabeza.
La junta era a las ocho de la mañana, y en vista de que no podía dormir, me levanté, me atavié con mi ropa de caza y de nuevo volví a revisar los “archiperres”, ya revisados, despertando a mi hermano sin querer, por lo que no le quedó otra alternativa que levantarse, algo que en él es raro.
Serían las siete cuando mi hermano y yo llegamos al lugar de la reunión. Allí había ya otros monteros que, como nosotros, se habían caído de la cama, supongo que por los dichosos nervios.
Poco a poco fueron llegando otros monteros y, cómo no, los perreros con sus recovas, dando comienzo a numerosas conversaciones entre los asistente. Ya se sabe, mentiras van, mentiras vienen… Mi hermano y yo tuvimos ocasión de compartir una de estas conversaciones matutinas con Gabino y con su hermano Paco, buen perrero donde los haya. Escuchábamos todos con gran atención su relato sobre la situación en la que estaba la sierra a montear, afirmando éste: “Este año está cargada de cochinos.” De repente su hermano le cortó, como es costumbre en él, diciendo: “¡No le creáis, que es un mentiroso de categoría! Habrá alguna cochina con cuatro rayones y poco más”, a lo cual todos los presentes comenzamos a reír.
Mientras tanto, yo seguía con aquel pensamiento mío que me impidió incluso comer las deliciosas migas que se presentaban en el plato. Tras ellas y el Padre Nuestro se procedió al sorteo de los puestos, tocándonos a mi hermano y a mí el número ocho de la armada de “Los Castaños”. "¿Será este el famoso puesto que me quita el sueño?", pensaba yo. Poco después comenzaron a salir las armadas para cubrir la mancha.

Mi primera impresión, tras dejarnos el postor en nuestro puesto, fue desoladora. Solamente había una pequeña vereda entre un inmenso mar de jaras. Sería difícil disparar.
Nada más soltar los perros comenzaron a oírse los primeros disparos, que a medida que se desarrollaba la batida se iban incrementado. Mi hermano me decía: “¡Macho. Paco tenía razón!”, yo callaba y miraba con mis prismáticos, contemplando cómo se movían los perros por la inmensidad de la mancha. Se les veía como puntos blancos que se ahogaban entre tanta maleza.
No mucho rato después comenzamos a sentir cómo el tintineo de las campanillas de los podencos punteros se acercaba hasta nuestra postura. De repente uno de aquellos perros comenzó a ladrar como loco. A él se le unieron muchas más. Acto seguido se escuchó a nuestra derecha, a unos quinientos metros, un tronchar de jaras que daba miedo. De repente vimos cómo una cierva iba sierra abajo, con una recova pisándole los talones, y que, por la dirección que llevaba, se dirigía a “Los Valles de Pierna”.
Pocos minutos después de este sobresalto, y cuando la ladra se escuchaba muy lejos, mi hermano me alertó: “¡Por ahí viene un bicho! Se comprende que ha aprovechado que los perros van detrás de la cierva.” Yo me encaré “La Fea”, como cariñosamente llamamos mi hermano y yo a nuestra escopeta, y, sin respirar, esperé preparado para dispararle a un elefante si hacía falta. De pronto un jabalí de talla pequeña apareció y se quedó parado en seco en medio de la vereda, inmóvil, mirándome. Yo hacía lo mismo, pues tenía los brazos agarrotados con los nervios y no podía disparar. Aquel cochino dio una vuelta muy brusca, tanto que me asustó, con intención de irse por donde había venido. Esto me hizo reaccionar. Le endosé un soberano tiro en el cuello, quedándose en el sitio. En ese momento no sé qué es lo que me pasó, pero comencé a llorar como un niño, diciéndole a mi hermano: “¡Eduardo, éste es mi guarro, el de mi noviazgo!.”

La montería proseguía. Resonaban por toda la sierra los tiros, las ladras y algún que otro agarre a lo lejos, pero yo no prestaba atención a nada. Mi mente estaba fija en un solo pensamiento: Aquel era mi cochino. Me iban a hacer novio.

Al llegar a la junta de carnes y, tras la llegada de todos los monteros y, como no, de los recios perreros, dio comienzo mi soñado bautizo. Un juicio sumarísimo en el que por supuesto, se me condenaba por la muerte de aquel cochino y me caía una lluvia de sangre, huevos y harina. Y de nuevo, en esos momentos, comencé a llorar. La emoción me embargaba. Aquél era mi cochino, el que me había hecho dichoso y me había abierto la puerta grande de la montería. En esos momentos sólo deseaba poderle devolver la vida al pequeño jabalí, aunque sabía que siempre permanecería vivo en mi mente.
De repente, un sonido estrepitoso me sobresaltó. No sabía que había pasa. ¿Había sido un sueño o era la realidad? Tras unos segundos reaccioné y me di cuenta de que todo había sido un sueño, un maravilloso sueño que desde aquel día se repite noche tras noche, hasta que algún día se haga realidad.

Jesús Lara Bueno.

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Accésit del II Concurso de Narraciones Cortas “Fuente del Caño”. (Septiembre de 2000) Publicado en el nº.21 de la revista Caza Mayor. (Diciembre de 2000)

EL FOX TERRIER*


Suelo leer la columna del colaborador Rodrigo de Bustamante, el cual hizo un excepcional reportaje titulado “Todos los perros para el cochino”, con el cual estoy de acuerdo en lo referente a las razas jadgterrier y téckel, razas que no dejan de asombrarnos por sus cualidades para la caza, pero no hay que olvidar a otro de nuestros “pequeños calibres”, como es el fox terrier, en sus dos variedades, tan distintas y válidas para la caza.

Esta raza ya acompañaba a nuestros antepasados en sus jornadas de caza, y no sólo de caza menor, sino también en ganchos y monterías, al ser éste un perro polivalente.

Por sus características físicas y su comportamiento, está perfectamente dotado para pistear rastros de sangre, es capaz de desencamar a un navajero sin amedrentarse y, por supuesto, no duda a la hora de entrar a un agarre si se tercia.

Yo destacaría como características que hacen hábil a esta raza para la caza mayor su valentía y tenacidad, algunas veces desmesuradas.

Como compañero de monterías, ganchos y esperas, su instinto cazador hace posible que sea capaz de barruntar la presencia de una res oculta en el monte mucho antes que nosotros.

Pienso que es de justicia reconocer la valía y los méritos del fox terrier, que aún siendo una raza española, está perfectamente cualificada para participar activamente en nuestras diversas modalidades de caza mayor, prueba de ello es que por todos es sabido que en muchas de nuestras recovas se ha introducido por el buen juego que dan, y esto no es algo nuevo.

Me haría gran ilusión, al igual que al resto de amantes de esta raza, que en próximas ediciones de “Caza Mayor” se hablara de la labor que los fox terrier desarrollan en la caza mayor, ya que esta raza no es sólo de exposición.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 18 de la revista “Caza Mayor”. (Septiembre de 2000)

EL MASTÍN DE LA MINA*


Mucho ha llovido desde entonces, mucho han cambiado las cosas, y muchas veces he reescrito y borrado esta narración, y hoy por fin, seguro de que su prosa me convence, la publico.

Se monteaba “La Barrosa”, pocos puestos, los suficientes, y pocas rehalas, las necesarias, la mañana despertó muy lluviosa y tras todo el ritual que se sigue en las monterías, llegué a mi puesto, un cierre, en el que contaba con un amplio tiradero, pues estaba desbrozando parte del jaral, y tenía por delante un acero de una considerable anchura, aunque para mí, siendo un fino tirador como soy, unos cuantos de metros más de anchura tampoco le hubieran venido mal a aquel cortadero.

Por aquellas fechas, Pepe Gordillo aún tenía la recova, y Paco Meléndez era su perrero, como dije antes, mucho han cambiado las cosas desde entontes; la lluvia caía intensamente y los surcos del acero en el que estaba colocado, no tardaron en convertirse en rebosantes regateras.

Cuando los perros Gordillo llegaron a rematar la mancha en el cierre en el que yo estaba, se encendió una estrepitosa ladra, la algarabía se intensifico cuando los perros se llegaron al lugar desde todos los puntos de la mancha; al final resultaron ser unas cochinas ibéricas que se habían quedado en el monte, circunstancia ésta de la que previamente ya habían informado los propietarios de la finca en cuestión.

A la vuelta, y ya para abajo hacia el río Gévora, se encendió otra ladra que se dirigió hacia éste, más tarde, pude saber que el guarro se echó al agua y tras cruzar la rivera que llevaba un enorme caudal de agua, se metió en la mancha de la otra orilla, “Los Riscos de Higüela”, con dos perros que siguieron sus mismos pasos como posteriormente me informó Paco Meléndez.

Tras comer y ver el resultado de la jornada, ya bien metida la noche, y lloviendo a mares, como había discurrido todo el día, y tras ver que Paco no había llegado a la junta de carnes, Gordillo me invitó a que lo acompañara al lugar de la suelta a ver que le había pasado a “Meléndre”.

En la oscuridad de la noche, pudimos ver el reflejo de una lumbre que se vislumbraba en un cerro, junto a la que se erigían dos siluetas que se recortaban a la luz del fuego. Eran Paco y un muchacho que por aquel entonces le acompañaba, creo recordar que se llamaba Aquilino, y que empapados, intentaban secarse junto a la lumbre, mientras de vez en cuanto Paco daba alguna voz llamando algún perro perdido, o que aún seguía cazando…

Al llegar nos explicó que dos perros habían cruzado la rivera y no habían regresado y que llevaba llamando a los perros toda la tarde hasta que se hizo de noche, pero lo grave era que él se temía que uno de los mastines de la rehala se había caído en una de las muchas minas abandonadas que había en medio de la mancha.

Afirmaba que estaban muy ocultas entre la espesura del monte, y que por la mano que él había llevado, se había topado con algunas, y que por eso temía que el perro se hubiera encajado en una de ellas y porque, según afirmaba, de lejos lo había oído ladrar de forma muy rara mientras aún estaba batiendo.

Tras pasar un rato en la lumbre, mi buen amigo Paco me dijo que era algo normal perder perros en el monte, y además me dio algunas instrucciones de lo que hay que hacer en esos casos, porque como él me decía: “Los perros son muy listos, y siempre vuelven por los mismos pasos que se fueron”; por eso al día siguiente siempre hay que ir al lugar de la suelta, y una cosa que me resultó muy curiosa; éste me afirmó que cuando un perro se pierde en el monte, es conveniente llamarlo a voces, y no tocando la caracola, porque se sienten más tranquilos escuchando la voz del perrero; lo malo es, me decía, “cuando te matan un perro de un tiro y no te dicen nada, y como hoy, te quedas hasta las tantas de la noche sabiendo que te lo han matado.”

Ni cortos, ni perezosos, “Melendre” y Gordillo se montaron en el coche y sin dilación alguna se metieron en la mancha en busca del perro armados con una linterna, una soga y muchas ganas de salvar al mastín.

La lluvia cesó, pero el frio y la oscuridad hacían la empresa muy difícil; tras esperar muchas horas junto al fuego, aquel chaval y yo vimos como se acercaba un coche a lo lejos, era previsible que fueran los dos aventureros, pero no fue así, era Alberto Pasalodos, el dueño de la finca, que venía a ver qué es lo que pasaba, y a advertirnos que toda la gente de la montería se había marchado ya a casa.

Serían cerca de las doce y media cuando regresaron los dos “expedicionarios”, pero del mastín nada de nada, no habían conseguido dar con él.

Tras la frustrada búsqueda, Paco se montó en el camión y nosotros en el coche para regresar a casa, pero antes hicimos un alto en la cantina “La Chicharra” para tomar una copa, donde había algunos monteros aún, con la suerte de que en ella estaba también el guarda de la finca, al que Pepe Gordillo y Paco Meléndez le contaron lo sucedido, algo que ya sabía porque ya se lo había comunicado el dueño de la finca.

Tras charlar un rato, y reírnos un rato más, volvimos a casa, quedando en el campo un mastín sepultado vivo, y dos punteros en una finca que distaba muchos kilómetros de la finca matriz y con una rivera crecida de por medio. Aún así el balance de la jornada fue positivo, aunque deslucido por la lluvia, se pasó un buen día, en la mancha había caza y la gente se divirtió.

Dos días después vi a Paco y, como no podía ser menos, le pregunte por los perros, me afirmó con cierta satisfacción que los dos punteros habían regresado al lugar de la suelta aquella misma noche, y que al mastín de la mina, lo había rescatado el guarda.

Por lo que me dijo, aquel perro era bueno, y tenía gran interés en recuperarlo, además de por evitarle una muerte segura y horrorosa, como es lógico, porque según me dijo, era un perro muy valiente en los agarres.

Como dije al principio, mucho ha llovido desde entonces, para empezar mucho llovió aquel azaroso día, pero además de ver la inquietud que siente un buen perrero cuando impotente ve como pierde a uno de sus mejores pupilos, también me sirvió para saber que en esos casos, el único consuelo que tienen los canes perdidos es poder escuchar en la lejanía la voz de su amo que les llama y les marca la ubicación el lugar de la suelta para su tranquilidad.

Jesús Lara Bueno.
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Narración inédita que nunca he publicado.