lunes, 20 de octubre de 2008

LA MUJER Y LA CAZA

“… y se llama excelente educación la que inspira en ellas
el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.”
Leandro Fdez. de Moratín – “El Sí de las niñas”


El ejercicio de la caza casi siempre ha estado reservado al hombre, por ser una actividad dura; e históricamente siempre se ha “maculinizado” la misma. Pero desde que el hombre es hombre, y la caza es caza, la mujer siempre ha estado ahí, eso sí, con escasa representación en este arte, y han sido muchas las mujeres que han practicado la caza a lo largo de la historia.

Sin ir más lejos, yo heredé la afición a la caza de mi abuelo Isidoro, que me contaba una y otra vez sus cacerías de conejos, liebres y palomas en “Piedrabuena”; pero si gran aficionado era mi abuelo, tanto o más lo es mi madre, que gran parte de culpa tiene de que yo tenga los desvelos que tengo por las cacerías, que me cuenta esas mismas historias que me contaba su padre y que ella vivió desde la resignada pasividad por no poder practicarla al ser la caza en aquellos tiempos una actividad reservada casi exclusivamente a los hombres, entre otras razones por los prejuicios; pues solo las señoronas adineradas la practicaran, pero en monterías y ojeos de perdices, y casi siempre, como meras convidadas de piedra.

Los prejuicios sociales a veces, han inhibido a muchas mujeres que son o han sido grandes aficionadas, por el qué dirán, cazar es de hombres, es muy duro, van a decir que eres una “macho pingo”…, pero afortunadamente esos prejuicios censuradores de conductas han sido superados y da gusto ver como la mujer hoy en día, ha ocupado el papel que realmente le corresponde en el mundo de la caza, que no es otro que el mismo del hombre, el de protagonista.

Muchas veces lo he comentado con amigos y compañeros de caza, cuando asistes a una montería, por ejemplo, pues es la modalidad que más conozco por ser la que más práctico, entre otras cosas por no tener tiempo, te gusta ver como la mujer se ha integrado, asiste, comenta sus lances, en definitiva, participa como todos, habiendo chicas que no van solo de acompañantes, sino que asisten solas a sus puestos, o incluso, entran en el monte a batir con los perros, echándole la pata por cima a los perreros más plantados y entrando a rematar en agarres con una valentía envidiable.

Si a los cazadores más veteranos les gusta ver como los jóvenes se aficionan a la caza, al hombre en general, y esto es así, le gusta ver como la mujer se aficiona y practica la caza, además, y eso se nota, cuando una mujer asiste a una cacería, el asunto se refina y los hombres dispensan un trato cortés y caballeroso que, dicho sea de paso, ellas ni piden, ni necesitan.

Conozco a pocas mujeres aficionadas a la caza, pero de las pocas que conozco, como norma general, además, suelen tener una excelente puntería, a otras, aún les da vergüenza practicarla por reparo, o tal vez, por la incomprensión de las mentes retrogradas, que aún las hay.

La caza, como dije antes, afortunadamente ya no es una actividad reservada a los hombres, la caza en la actualidad se ha socializado y afortunadamente se ha roto con las clases sociales, llevándola a ser, por extensión, una práctica asexuada, donde cada vez más, la mujer está presente.

Que mejor para terminar esta “égloga”, que hacerlo con las palabras, casi poéticas, con las que termina Ortega y Gasset el prólogo de “Veinte años de caza mayor”, del conde de Yebes, y que bien valen como dedicatoria a esas Dianas que pisan nuestros campos ejercitando su afición; “¿No es cierto que es la más linda figura esta Diosa encantadora, esta divina mujercita núbil, de pie ágil, de calcaño elástico, de seno breve, que avanza rápida, seguida de sus canes y se pierde misteriosa en el fondo del bosque? Tan linda, tan encantadora es esta mujer que la dejo vagando por la mente de todos ustedes y aprovecho la inmejorable ocasión para esconderme tras ella, desaparecer y callarme.”


Jesús Lara Bueno

miércoles, 1 de octubre de 2008

LOS RUMORES DEL MONTE

Resulta sorprendente como la sierra por si misma, nos habla, nos transmite sus secretos con una sinceridad tal que abruma, pero lo hace con disimulo, con un sigilo tan grande, que a veces es casi imperceptible por los sentidos humanos.

A poco que en silencio nos paremos a contemplar, o a escuchar los rumores del monte, seremos capaces de sentir la vida que en su interior hay, que en sus entrañas esconde.

Desde el canto de los ruiseñores hasta el volar pausado y altivo de un águila, todo denota esa vida a la que me refiero, esa actividad cotidiana que por serlo, a veces no nos paramos a darle la importancia que realmente tiene, vulgarizando su significado sin más trámite, ignorando lo privilegiados que somos por vivir en un entorno rural, que ojalá por muchos años, así lo sigua siendo.

Cuántas veces hemos sentido la magnificencia de un paisaje que nos hace ser ínfimos ante tal demostración de grandeza por su belleza y quietud, llevando a pensar incluso a los más agnósticos, que alguien debe ser el creador de tanta belleza y grandiosidad, o como, simplemente, nos puede sobrecoger la imponencia de un risco escarpado y de formas imposibles, o la sensación de pureza que trasmite el aire al trasportar el aroma de las jaras, o como el brillo del rocío en la hierba llena de luminosidad una mañana otoñal, o el manto nazareno con el que se visten los brezales en primavera.

Así nos habla la sierra, en silencio, un silencio de tal magnitud que retumba en nuestros oídos, se clava en nuestra vista y se respira tan intensamente que esas palabras nunca dichas, nunca oídas, se graban para siempre en nuestra memoria.

Jesús Lara Bueno