viernes, 28 de noviembre de 2008

LA HORA DEL LUBRICÁN


A esa hora en la que las luces se confunden con las sombras, a esa hora en la que la claridad da paso a la oscuridad, a esa hora en la que el día muere para darle vida a la noche, a esa hora crepuscular una enorme sombra, casi fantasmagórica, irrumpe en la dehesa, con un andar tranquilo se desplaza muy lentamente, se acerca confiada hasta una charca siguiendo el cauce seco de un regato.

A su paso, el campo se estremece en un silencio casi sepulcral, un aire gélido atraviesa la piel, mientras la respiración se entrecorta y el corazón se acelera como queriéndose escapar del cuerpo.

Confiado en la seguridad de la noche otoñal, avanza tranquilo, sin dudar de sí mismo, no se para a ventear, y sigue avanzando de frente hasta tenerlo a escasos metros de distancia; el aire está en su contra, le juega una mala pasada, pero sigue avanzando confiado.

Escasos segundos eternizan su entrada a la baña, apenas cinco metros separan al cazador de la enorme sombra, que con nocturnidad y alevosía moral, está a punto de segarle la vida.

Cinco metros frente a frente que la sombra recorre perseguida por el visor del rifle, una luz que se enciende, la sombra que se convierte en un animal asombrado y paralizado, un disparo seco en la noche, y la muerte y la sangre inundan la dehesa de “La Barrosa”. De nuevo otra vez la oscuridad y el silencio inundan el campo.

Por el regato seco, por el que a estas alturas del otoño debería fluir el agua, ahora fluye un hilo de sangre que mana del cuello de un viejo arocho de terrorífica boca, de esa casi extinta raza de señores de los montes extremeños que apenas dejan ver su impresionante porte.

Las luces rodean a aquella que fue una gran sombra en la oscuridad de la noche, entorno a aquel arocho se oyen felicitaciones, abrazos y estrechamientos de manos, es en esos momentos, entorno a aquella figura inerte, cuando en la soledad interna del cazador surge la duda, la pena por el solitario que acaba de morir, y la justificación de tal acción por el lance imborrable que acaba de vivir y que por siempre eternizará en su mente; tal vez ese sea el motivo que justifica la venación y la afición por la misma, rompiendo así cualquier dilema moral.

Jesús Lara Bueno.

martes, 18 de noviembre de 2008

LA MAGIA DE LA NOCHE


Con el ocaso del día se presenta el despertar de la dehesa. Cuando la oscuridad comienza a cernirse sobre los campos, comienzan a salir las criaturas que durante el día se esconden a los ojos del hombre y que por la noche se muestran casi como seres mitológicos del campo.

Resulta espectacular observar el paso de la luz a la oscuridad, ver como un pequeño rebaño de merinas, con su andar cansino, se dirigen a la majada para pasar la noche tras haber pacido durante todo el día en los dorados pastos, tras lo cual, por el camino, el destartalado coche del pastor se aleja en busca del merecido descanso tras la dura jornada de trabajo, dejando el campo en una quietud que da lugar al tránsito confiado de una pareja de huidizos conejos que brincan de un lado a otro, y que corren a refugiarse a la protección que les brinda la espesura del monte cuando la sombra de un milano, ya difusa a esas horas, recorre las alturas en busca de una última oportunidad ese día.

El trigal brilla por última vez hoy, y el silencio se rompe por la salida apresurada de un mirlo que con su alborotador canto nos anuncia que en la profundidad del jaral, el monte comienza a despertar de su letargo diurno. El sonido cortante del vuelo del búho real le da la bienvenida a la noche.

Una jineta sale del tueco de una vieja encina en busca tal vez, del gallinero más cercano, entre el pasto un zorro inexperto, juega más que caza, y de oído salta de mata en mata intentando llevarse a la boca algún ratón o langosto.

La soledad sobrecogedora de la dehesa en penumbra inunda nuestros sentidos y hace que éstos se vuelvan torpes, es ahí cuando solo agudizando el oído podemos imaginar la presencia del cochino que entra en la baña antes de dirigir sus pasos al trigal.

Una rama tronchada delata el paso de un animal grande, seguidamente el chapoteo entre los juncos del chabuco y el silencio de las ranas nos confirma que ahí está, solo hay que esperar, es cuestión de minutos.

Una ligera brisa cargada de calor golpea el rostro sudoroso y nos indica que esta noche el aire esta como aliado y no como enemigo, las picaduras de los mosquitos dejan de sentirse, la boca se reseca, la respiración se entrecorta, el corazón se acelera y golpea el pecho con tanta fuerza que resuena en los oídos, tal como lo hiciera el delator de Poe.

El chapoteo ha cesado, la quietud y el silencio vuelve al trigal, la luna creciente solo permite ver unos metros por delante, los suficientes para decidir la suerte de las dos partes enfrentadas en esta contienda.

Unos gruñidos confiados indican que ahí está el invitado, se acerca, se escucha perfectamente como da cuatro pasos y se para, para cargarse de aire, todo indica que es un catedrático, como decía Covarsí, su comportamiento lo delata, pero algo sucede inesperadamente, sin justificación aparente de repente detiene sus pasos en seco durante un largo rato, pero sin embargo el aire no mueve una paja, no puede descubrir a la sombra que se aposta contra el tronco de la encina para darle caza.

Un bufido, una pequeña carrera y la oscura silueta del catedrático que tomando otra entrada en el trigal, se pierde por la inmensidad blanquecina de la senara bajo la luz de la luna que vuelve a inundar de claridad los campos llenos de magia a esas horas de la madrugada.

Como ocurriera en la leyenda de Bécquer*, la realidad se impone como cuando aquel misterioso coro de voces acompañadas por la suave melodía de la naturaleza le susurró a un incrédulo Garcés, que aunque revestido en forma de ensoñación, todo era real, no era una ilusión.

Todo ha sido un sueño fugaz que se ha escapado sin remedio, y que se torna en cansancio contenido por la esperanza de un desenlace que tal vez, pudo haber sido afortunado, y en sueño real también que ahora sí, recobrada la noción del tiempo, llama al trasnochador a la presencia de Morfeo.

Jesús Lara Bueno.

*
“El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguardaba el día consultando las estrellas duerme ahora, y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces, sobre el haz de agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.”

G. A. Bécquer - “La corza blanca”

viernes, 7 de noviembre de 2008

EL ABOMINABLE HOMBRE DE LA SIERRA

Resulta curioso el ideal, o el arquetipo de cazador que los pseudoecologistas muestran a la sociedad, pero de curioso que es, pasa a veces a ser preocupante porque realmente esa es la idea de cazador que ha cuajado en gran parte de la sociedad.
Por definición, para un ecologista, un cazador es un ser depravado y sin escrúpulos que disfruta matando animalillos inocentes e indefensos sin justificación alguna para su disfrute y deleite, motivo por el cual debe estar estigmatizado socialmente, luego está justificado su aislamiento social y debe ser señalado como el mal personificado en la tierra.
Eso me parecen estupideces que por serlo, son los inventores de esa persecución los que deberían ser perseguidos, pero por “los loqueros”. Tanto es así, que los auténticos ecologistas, los que respetan y siempre han respetado la caza y a los cazadores como un elemento necesario para el equilibrio natural, han dejado de llamarse precisamente ecologistas para pasar a autodenominarse naturalistas, separándose así de este nuevo tipo de ecologismo llamado “sandia”, que no son tal, sino que como dije al principio, son simple y llanamente pseudoecologistas, que tienen tanto o más peligro que los escopeteros.
A ellos no les importa manosear a los polluelos de águila imperial, sin pensar que sus padres los puedan aborrecer, como se dice en Extremadura, o como a bordo de sus todoterrenos, se salen de los caminos para trochar campo a través para hacer una simple fotografía, cuando podían ir andando que es más sano y natural. El colmo es cuando aparece una noticia en los periódicos informando de una de sus “acciones” preferidas, ejecutadas al más puro estilo terrorista, soltando decenas de visones de esta o aquella granja.
Es curioso, pero el cazador para poder cazar, tiene que realizar un examen, que una vez aprobado, le habilita para cazar y encima, paga para poder hacerlo pero, ¿quién examina a estos pseudoecologistas que campan a sus anchas por el campo? Sin ningún tipo de control o autorización, muchas veces se dedican a observar, o mejor dicho, a incomodar y molestar a especies protegidas o que se encuentran en peligro de extinción, unas especies que en la mayoría de los casos encuentran su refugio precisamente en cotos de caza.
Llegados aquí, y haciendo referencia al título de este artículo yo me pregunto: ¿Quién es entonces el abominable hombre de la sierra, el cazador, o el ecologista?
Tendríamos que analizar la ética de los unos y de los otros, porque la estética de cada cual, es de sobra conocida; Ortega y Gasset definió a la perfección a estos personajillos que pululan por el campo sin saber el daño que hacen y que se presentan ante la sociedad como adalides de la causa ecologista y la defensa del medio ambiente, que por ilustrativo que es el análisis que de los mismos hace, cito textualmente para deleite de los cazadores y para pesar de los activistas “sandias” que pudieran leer este artículo:
“A la efectiva brutalidad en el trato con los animales que hace años era habitual en algunos países latinos, responde el inglés con otra exageración*. La caza fotogénica es un amaneramiento y no un refinamiento; es un mandarinismo ético no menos deplorable que el intelectual de los otros mandarines.”

Entrando a analizar esa exageración de la que nos habla el filósofo, éste afirma con rotundidad en tono jocoso y con cierta malicia que: “Es incomprensible que no se haya hecho ningún estudio, desde el punto de vista ético, sobre la Sociedad Protectora de Animales, analizando sus normas e intervenciones. ¡Vaya usted a saber si la zoofilia inglesa no tiene una de sus raíces en cierta secreta antipatía del inglés hacia todo lo humano que no sea inglés o griego!”

En cualquier caso, el cazador, y permítaseme la expresión, pues no pretendo que sea ofensiva para nadie, como decía el cazador ha formado, y forma parte del “bestiario” de nuestras sierras, y los naturalistas también; pero, ¿y los ecologistas?, “that is the cuestión”...

El medio ambiente se respeta con hechos, y no es más activista el que más grita, más insulta y más se manifiesta. ¡Líbrenos Dios de los escopeteros antiéticos!, pero apiádese de nosotros si caemos en manos de los “integristas sandía”, porque tanto unos como otros, son los responsables de la mala fama de los cazadores y de los naturalistas.

Jesús Lara Bueno