martes, 20 de octubre de 2009

CONFESIONES INCONFESABLES

Yo que soy practicante y defensor a ultranza del muy noble y antiguo arte de la montería española desde que empecé a practicarla allá cuanto tenía catorce años, una afición sufrida donde las haya, me confieso que pese ha haber sufrido temporales en las jornadas de caza, algunos duros y otros muy duros, como son tormentas, fríos intensos, calores extremas, que también se pasan, lluvias, lloviznas y diluvios a los que se debió parecer el Universal, también he sufrido grandes ventiscas y vendavales, y es a estos últimos de los que precisamente me confieso ser un auténtico cagado.

Hay personas a las que les dan miedo las tormentas, que le tienen mucho pánico, yo sin embargo, no soporto un día de aire, ni aun siendo un aire no muy fuerte, y cuando estoy cazando sinceramente, el miedo puede con mi afición, y deseo que termine todo para irme cuanto antes a buscar la protección de un techo.

Si el vendaval me pilla en un puesto enmontado y en plena mancha puede pasar, por estar casi a cubierto, si el vendaval tengo que soportarlo en un puesto de llano, ¡madre mía!, y si tengo la enorme suerte de que me coja en un puesto de balcón en lo alto de una cuchilla, ¡apiádate de mí Señor!

Por recordar, recuerdo un día que será inolvidable para mí por el cagáte que pasé en uno de esos puestos de balcón. Fue en una montería que se organizó en El Puerto de Villar del Rey, yo era postor aquel día nada más y nada menos que de la armada de la cuchilla de Los Molineros, una armada que iba a morir en el Puerto de las Carretas, donde se encontraba mi puesto, en un risco altísimo que se divisa desde cualquier punto de los alrededores, justo encima de la famosísima para los cazadores locales “piedra de las zorras”; un puesto de balcón precioso para que el día hubiera acompañado.

Ya al llegar al monte, más angustia sentía yo por el aire que iba a sufrir allí arriba que por el compromiso en el que me podía poner un cochino o un venado que se pudiera poner a tiro; eran tales mis nervios durante la ascensión entre el tupido monte que perdí el rifle y no me enteré, no eche en falta su peso, creo que porque más peso llevaba yo en la cabeza con mis tribulaciones que a las espaldas, menos mal que uno de los monteros que me acompañaba me aviso de que se me había caído entre unas jara altas. Aquella para mí fue como la ascensión al Calvario.

Colocadas todas las escopetas en sus respectivos puestos, me encamine al mío, una vez en el, cuál fue mi sorpresa al comprobar que no hacía aire, pero mi gozo en un pozo, fue soltar los perros y empezar a soplar un aire fuerte del norte que despertó de nuevo mi nerviosismo.

Me quité el sombrero para que no se me volara, y como los buenos matadores de toros, tuve que echar rodilla a tierra para lidiar el vendaval porque era imposible permanecer de pie en aquellas alturas, los zahones se hinchaban con el aire, parecían dos globos, y me empujaban hacia delante con el consiguiente riesgo y con la consiguiente inestabilidad.

Peor fue cuando, ante la imposibilidad de mantener el equilibrio, me dio por desabrocharme las perneras de los zahones, que pasaron de ser globos a ser dos banderas ondeando al viento; por tanto, no me quedó otra alternativa que ajustármelos de nuevo y echar rodillas a tierra como dije antes.

Aquello fue superior a mí, lo pase muy mal, hubiera preferido una tormenta allí arriba, aunque el riesgo fuera mayor. Lo único bueno, un venado muy bonito que rompió monte la sierra abajo desde detrás de mí, pero que para peor desgracia mía, se tiró al llano con una carrera rápida y elegante, yéndose pegado por el Capitán de Montería que estaba debajo de mí y a quien le entró a huevo, como se suele decir, y paseándose después por toda la armada del sopié que discurría paralela al regato de Los Molineros. En definitiva, se llevo bastante plomo en el cuerpo, pero aún así, logró atravesar la carretera y un par de semanas después lo encontró el dueño de una finca colindante mientras labraba con su tractor.

El venadete era bueno, y desde la altura donde yo estaba, desde luego, metía bastante bulto, pero yo en aquella coyuntura estaba más pendiente del cerote que del venado que corría sierra abajo, si me hubiera puesto en el compromiso de ponérseme a tiro, seguramente lo hubiera indultado.

Esa montería, junto a otra que recuerdo en un puesto de similares características en Sierra Enrique, en el que desde luego menos disfrutar, también pasé de todo por culpa del fuerte viento, incluso hasta tener dos cochinos a tiro frente a mí y no poderlos tirar por culpa del aire, pero en ese caso, porque entraron de cara a la delatora ventisca, que además me impidió oír lo que se me venía encima, más concretamente a los pies; pero de todo abra tiempo, incluso de contar esa desventura.

En conclusión, mucha fiebre tengo de monterías pero el viento puede conmigo, aunque para ser sincero, sin llegar a tenerle pánico, es cierto que le tengo autentico respeto, esa es la palabra, respeto, hasta el punto que las mañanas que hay aire racheado o arremolinado, prefiera quedarme en casa, pero la afición es la afición y es la que te lanza al monte, la que te empuja al campo haciendo dejar a un lado fobias tan estúpidas como la que yo tengo.

Jesús Lara Bueno