martes, 22 de julio de 2008

CUANDO EL MONTE SE LLENA DE VIDA*


“Yo, dijo la cigarra,
a todo pasajero
cantaba alegremente
sin cesar un momento.”
F. Mª. de Samaniego - "La cigarra y la hormiga"

Este año la primavera se ha convertido en un simple trámite debido a la sequedad que presenta el campo, pero aún así, tras los chubascos caídos, resulta bonito contemplar, aunque escasas este año, las fugaces estampas primaverales que ofrece el campo antes de la inminente llegada del verano.

Realmente el monte se llena de vida, para ello sólo hay que observar como cualquier solana se cubre con un colorido manto de flores de jara, brezo y romero. Esta vista resulta cuanto menos, excitante para los sentidos.

Contemplar esta visión supone sentirse insignificante ante tan enorme demostración de grandeza, grandeza que la mayor parte del común de los mortales no sabe, o no es capaz de apreciar o valorar, pues cada uno ve y siente lo que quiere, o lo que puede.

Para mí, aunque pueda parecer una cursilada, resulta gratificante por ejemplo, ver el laborioso trabajo de las abejas obteniendo polen, comiéndose literalmente las flores, ya que hay veces que se agolpan unas encima de otras en su afán por sacar los mejores jugos de las flores, u observar atentamente el ir y venir sin descanso de las hormigas a través de las pistas marcadas sobre la tierra o bajo el pasto, “carreteras de hormigas”, como les llamaba cuando era pequeño, en busca de grano para pasar el invierno, mientras de fondo, con las primera calores, comienza a sonar el cantar de la cigarra, haciéndose un año más realidad la cruel y profética fábula de Samaniego.

El canto alegre de los pájaros se traduce en una zarzuela inigualable para los oídos, los cuales se entregan a sus juegos amorosos o algunos ya, al cuidado de su prole.

Pasear por una sierra en este tiempo, en un fresco amanecer o atardecer, te hace pensar en esa vida oculta que despierta en la profundidad de ese inmenso jaral floreado, que se da cita al atardecer en torno a ese venero que se intuye por el croar de una rana, o junto, o junto a los madroños; esos pequeños rayones que, tras sus madres, ya despuntan muestras de una astucia casi sobrenatural. Esos rayones que en sus primera correrías se cruzan en esta época del año con los venados que, habiéndose desprendido de sus cuernas, se desprenden también de su habitual porte orgulloso, cambiándolo por un amaneramiento y cortedad radicalmente opuesto.

Ese cervatillo despreocupado, acostado entre el alto pasto de la dehesa, resguardado de los peligros que le acechan, vigilando constantemente por su madre, que duerme tranquilo con el arrullo de la nana que le cantan los grillos.

Toda esa vida que no se ve, pero que se presiente que está ahí, es algo grandioso, y mucho más lo es ser capaz de imaginarla sin verla.

No hace falta ver atravesar por un camino a una perdiz acompañada de sus polluelos, o ver a unos zorrillos jugar al atardecer delante del canchas donde está su madriguera para saber que están ahí, y si tiene la suerte de verlo, ¡eso es la leche!

Jesús Lara Bueno.
*
Artículo publicado en el nº. 83 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Junio de 2005)

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