Aquellos que, como yo, aman la montería, comprenderán la historia que les voy a narrar. Esta historia está basada en un sueño que desde hace tiempo se repite en mi mente, y del cual os hago partícipes, porque todos sabemos cómo suelen ser este tipo de sueños, y más aún cuando se siente pasión por la caza.
El sueño transcurre de la siguiente manera. Andaba yo buscando como loco una montería en la que verdaderamente hubiera cochinos con los que pasar una buena jornada de caza y, sobre todo, que me permitiera alcanzar el ansiado sueño de convertirme en montero a través del bautizo.
Una tarde, tomando unas copas con unos amigos, que también son aficionados a la caza, todos coincidían en afirmar que este año “El Pincho” andaba plagado de guarros, y que incluso se había visto algún que otro venado por aquellos lares.
Aquella conversación propició que un presentimiento se adueñara de mí y, como alma que lleva el diablo, salí corriendo del bar, sin apenas despedirme de los que me acompañaban, y me dirigí a la casa de mi buen amigo Ángel Rasero, pues él tenía unas tierras que formaban parte de aquella mancha y seguramente tendría algún puesto.
Así era, yo estaba en lo cierto. La montería la iba a dar la sociedad local y a él le habían remitido una invitación para asistir, la cual me cedió gustosamente, pues no le gustaba el mundillo de la venatoria.
Un par de días antes de la montería ya tenía mi mochila preparada, mi cuchillo afilado y mi vieja escopeta paralela a punto, escopeta que habíamos comprado entre mi hermano y yo a nuestro buen amigo , y mejor montero, Gabino “El Melendre”, al cual le debo todo lo que sé sobre la montería.
Recuerdo que la noche que precedía a la gran cita no pude conciliar el sueño. El tiempo se hizo eterno entre los nervios, los deseos y, sobre todo, con la presencia permanente de aquella premonición que me venía acompañando desde aquel día en el bar y que no conseguí apartar de mi cabeza.
La junta era a las ocho de la mañana, y en vista de que no podía dormir, me levanté, me atavié con mi ropa de caza y de nuevo volví a revisar los “archiperres”, ya revisados, despertando a mi hermano sin querer, por lo que no le quedó otra alternativa que levantarse, algo que en él es raro.
Serían las siete cuando mi hermano y yo llegamos al lugar de la reunión. Allí había ya otros monteros que, como nosotros, se habían caído de la cama, supongo que por los dichosos nervios.
Poco a poco fueron llegando otros monteros y, cómo no, los perreros con sus recovas, dando comienzo a numerosas conversaciones entre los asistente. Ya se sabe, mentiras van, mentiras vienen… Mi hermano y yo tuvimos ocasión de compartir una de estas conversaciones matutinas con Gabino y con su hermano Paco, buen perrero donde los haya. Escuchábamos todos con gran atención su relato sobre la situación en la que estaba la sierra a montear, afirmando éste: “Este año está cargada de cochinos.” De repente su hermano le cortó, como es costumbre en él, diciendo: “¡No le creáis, que es un mentiroso de categoría! Habrá alguna cochina con cuatro rayones y poco más”, a lo cual todos los presentes comenzamos a reír.
Mientras tanto, yo seguía con aquel pensamiento mío que me impidió incluso comer las deliciosas migas que se presentaban en el plato. Tras ellas y el Padre Nuestro se procedió al sorteo de los puestos, tocándonos a mi hermano y a mí el número ocho de la armada de “Los Castaños”. "¿Será este el famoso puesto que me quita el sueño?", pensaba yo. Poco después comenzaron a salir las armadas para cubrir la mancha.
Mi primera impresión, tras dejarnos el postor en nuestro puesto, fue desoladora. Solamente había una pequeña vereda entre un inmenso mar de jaras. Sería difícil disparar.
Mi primera impresión, tras dejarnos el postor en nuestro puesto, fue desoladora. Solamente había una pequeña vereda entre un inmenso mar de jaras. Sería difícil disparar.
Nada más soltar los perros comenzaron a oírse los primeros disparos, que a medida que se desarrollaba la batida se iban incrementado. Mi hermano me decía: “¡Macho. Paco tenía razón!”, yo callaba y miraba con mis prismáticos, contemplando cómo se movían los perros por la inmensidad de la mancha. Se les veía como puntos blancos que se ahogaban entre tanta maleza.
No mucho rato después comenzamos a sentir cómo el tintineo de las campanillas de los podencos punteros se acercaba hasta nuestra postura. De repente uno de aquellos perros comenzó a ladrar como loco. A él se le unieron muchas más. Acto seguido se escuchó a nuestra derecha, a unos quinientos metros, un tronchar de jaras que daba miedo. De repente vimos cómo una cierva iba sierra abajo, con una recova pisándole los talones, y que, por la dirección que llevaba, se dirigía a “Los Valles de Pierna”.
Pocos minutos después de este sobresalto, y cuando la ladra se escuchaba muy lejos, mi hermano me alertó: “¡Por ahí viene un bicho! Se comprende que ha aprovechado que los perros van detrás de la cierva.” Yo me encaré “La Fea”, como cariñosamente llamamos mi hermano y yo a nuestra escopeta, y, sin respirar, esperé preparado para dispararle a un elefante si hacía falta. De pronto un jabalí de talla pequeña apareció y se quedó parado en seco en medio de la vereda, inmóvil, mirándome. Yo hacía lo mismo, pues tenía los brazos agarrotados con los nervios y no podía disparar. Aquel cochino dio una vuelta muy brusca, tanto que me asustó, con intención de irse por donde había venido. Esto me hizo reaccionar. Le endosé un soberano tiro en el cuello, quedándose en el sitio. En ese momento no sé qué es lo que me pasó, pero comencé a llorar como un niño, diciéndole a mi hermano: “¡Eduardo, éste es mi guarro, el de mi noviazgo!.”
La montería proseguía. Resonaban por toda la sierra los tiros, las ladras y algún que otro agarre a lo lejos, pero yo no prestaba atención a nada. Mi mente estaba fija en un solo pensamiento: Aquel era mi cochino. Me iban a hacer novio.
Al llegar a la junta de carnes y, tras la llegada de todos los monteros y, como no, de los recios perreros, dio comienzo mi soñado bautizo. Un juicio sumarísimo en el que por supuesto, se me condenaba por la muerte de aquel cochino y me caía una lluvia de sangre, huevos y harina. Y de nuevo, en esos momentos, comencé a llorar. La emoción me embargaba. Aquél era mi cochino, el que me había hecho dichoso y me había abierto la puerta grande de la montería. En esos momentos sólo deseaba poderle devolver la vida al pequeño jabalí, aunque sabía que siempre permanecería vivo en mi mente.
La montería proseguía. Resonaban por toda la sierra los tiros, las ladras y algún que otro agarre a lo lejos, pero yo no prestaba atención a nada. Mi mente estaba fija en un solo pensamiento: Aquel era mi cochino. Me iban a hacer novio.
Al llegar a la junta de carnes y, tras la llegada de todos los monteros y, como no, de los recios perreros, dio comienzo mi soñado bautizo. Un juicio sumarísimo en el que por supuesto, se me condenaba por la muerte de aquel cochino y me caía una lluvia de sangre, huevos y harina. Y de nuevo, en esos momentos, comencé a llorar. La emoción me embargaba. Aquél era mi cochino, el que me había hecho dichoso y me había abierto la puerta grande de la montería. En esos momentos sólo deseaba poderle devolver la vida al pequeño jabalí, aunque sabía que siempre permanecería vivo en mi mente.
De repente, un sonido estrepitoso me sobresaltó. No sabía que había pasa. ¿Había sido un sueño o era la realidad? Tras unos segundos reaccioné y me di cuenta de que todo había sido un sueño, un maravilloso sueño que desde aquel día se repite noche tras noche, hasta que algún día se haga realidad.
Jesús Lara Bueno.
*
Accésit del II Concurso de Narraciones Cortas “Fuente del Caño”. (Septiembre de 2000) Publicado en el nº.21 de la revista Caza Mayor. (Diciembre de 2000)
Jesús Lara Bueno.
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Accésit del II Concurso de Narraciones Cortas “Fuente del Caño”. (Septiembre de 2000) Publicado en el nº.21 de la revista Caza Mayor. (Diciembre de 2000)
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