martes, 22 de julio de 2008

LA VERDADERA HISTORIA DE UN SONADO FALLO*


Día 18 de octubre, la mañana se presenta nublada aunque no muy fría, tras una noche en la que me ha sido imposible conciliar el sueño, debuto en la montería de “El Capitán” como postor y como secretario de sorteo, y encima tengo un puesto de lujo, de esos en los que siempre se tira, y lo que se tira es calidad de la buena, ¡como para no estar nervioso…!

El sorteo se realiza con total normalidad, y una a una las armadas van saliendo para cerrar la mancha; el corazón se me sale por la boca. Chiqui Santos, que también debutaba como Capitán de Montería, anuncia el sorteo de mi armada, llega el momento de salir, y allá que vamos. Durante el camino al cazadero, nerviosamente rezo para mí tres Padrenuestros.

Tras llegar, coloco las escopetas en sus respectivos puestos; por cierto, no he dicho qué armada colocaba, “el escape de los pinos”, ¡total !, dura de poner por lo inclinado del terreno y por la corta pero dura mancha que separa el acero de mi puesto, la cual por poco le cuesta la vida a mi hermano, ya que los nervios unidos al cansancio de la subida y la imposibilidad de avanzar por la mancha, le produjeron un grave ataque de asma, tan preocupante, que casi nos tenemos que bajar a toda prisa.

Tras descansar un poco y tranquilizarnos del dichoso ataque, llegamos los dos al puesto, el 7, un puesto de balcón en una piedra que se mete encima de la mancha, y desde la cual hay una vista maravillosa de toda la sierra de “La Caraba” y de “Los Tres Arroyos”, paisaje que una llovizna cada vez más intensa se encargó de ir borrando poco a poco.

La montería transcurre, no se oyen ladras, per se escuchan algunas descargas, los perros vienen de la mitad de la sierra para abajo, no muy lejos de mi postura, cuando siento un entrecortado estrebejir de jaras, un guarro, como sólo los grandes saben hacerlo, le ha cogido la vuelta a los perros tranquilamente y viene zorreando, andando y parándose, de abajo hacia arriba para rodearlos por arriba y escapar hacia atrás dándole la cara.

Un sudor fría brotó de mi frente, la boca reseca, el corazón a punto de estallar, fueron unos segundos que se me hicieron eternos, mientras corría la mano a derecha e izquierda a cada paso que daba el guarro, esperando a que se mostrara en uno de los pocos resquicios de claridad que tenía el duro monte.

¡Coño, así fue!, el guarro se detiene para coger aire y escuchar poco antes de salir a un clarito de poco más de un metro cuadrado que yo tenía a unos diez metros, justo enfrente de mi puesto, y de pronto da un paso y se planta en él, inmóvil, mostrándome su enorme y canoso cuerpo a lo largo; “¡Ostias Jesús, tírale que es bueno!”, me decía mi hermano, y dicho y hecho, pero mal hecho, metiendo la pata hasta atrás, porque antes de disparar, con los nervios al ver que era un Sr. Catedrático, como diría Antonio Covarsí, sin darme cuenta, cuando quité el seguro tiré del cerrojo, sin llegar a expulsar la bala afortunadamente, al escuchar el sonido metálico del cerrojo, el cochino levantó su enorme cabeza mostrando con todo su esplendor su enorme boca, mirando hacia arriba buscando con su vista el lugar de donde venía el sonido, clavando su mirada en la piedra donde estábamos parapetados mi hermano y yo. En aquel momento, cuando nos vio, su mirada, esa mirada que solo los guarros buenos tienen cuando se sienten sorprendidos, lo decía todo: “¡Me han cogido!”

“¡Que es un navajero!, ¡tírale Jesús!", me insistía mi hermano; en décimas de segundos, nuestras miradas se encontraron, pero yo sólo pensaba en la gloria, en las felicitaciones del resto de monteros, en los enormes colmillos que me mostraba el guarro; levanté la cara para verlo mejor y me llene de guarro como se suele decir, ¡PUNNNNNN!, el estrepitoso ruido retumbó en toda la sierra, y ya solo pensaba en el cachondeo del resto de monteros.

Al disparar, el guarro se dio la vuelta corriendo para abajo, y acto seguido se metió en unos enormes zarzales que había a mi izquierda y por allí cruzó una alambrada, perdiéndose su canosa silueta para siempre.

“¡Me cago en la ostia!, ¡es que soy gilipollas!", decía en voz alta mientras le daba patadas a la piedra; “que cacho navajero te has dejado ir tío…”, me decía mi hermano; yo no escuchaba nada de lo que me decía, y sólo decía: “¡Tu has visto la boca que tenía!, ¡que navajero!, ¡estaba tó canoso tío!, ¡me cago en la…!; eran ya palabras mayores que no se deben decir, y que como ustedes se puede imaginar hacían referencia a la madre del guarro…

Al guarro no le di, pero a una escoba que estaba al lado bien que le di. Aún sabiendo que había fallado garrafalmente, al terminar la montería fui a ver si daba sangre, sabiendo yo demás que no le había tocado un pelo.

No me explico cómo antes de que yo llegara a la junta de carnes, todo el mundo estaba ya enterado de aquel estrepitoso fallo, unos se reían a carcajadas, otros me animaban diciéndome que no pasaba nada, y todos querían saber cómo fue el fallido y accidentado lance. Yo haciendo gala de una integra sinceridad, aquella tarde, al igual que las dos semanas siguientes, se lo relataba a todo aquel que me lo preguntaba, como ahora se lo he descrito a ustedes, para que luego digan que todos los cazadores son unos mentirosos…

En aquella montería, Chiqui, el nuevo Capitán de Montería de la Sociedad de Cazadores, se estrenó en su cargo con un precioso y enorme guarro, y desde aquí le reitero mi enhorabuena, pero créanme, ese comparado con el que yo fallé era un rayón; rayón que muchos habían visto por aquellos andurriales semanas antes de la montería, y que siempre supo ser discreto a la hora de dejar huellas.

Desde ese día, en el 7 del “escape de los pinos”, ese solitario se convirtió en todo un maestro para mí, el cual se ha ganado morir de viejo, y así lo quiso Dios ese día; ¡Ojala no muera nunca a manos de un vil furtivo!, esa sería la mayor ofensa que le podrían hacer al que desde entonces es para mí todo un mito cinegético.

He dicho antes que ese cochino fue un maestro para mí, y así es, pues gracias a él he cogido experiencia, esa experiencia que me faltó ese día, y como de los fallos también se aprende, desde entonces se ha quitado la manía que tenía de que, cuando limpiaba el rifle en casa, era cogerlo, quitarle el seguro y automáticamente cerrojear, una manía esta que me ha hecho fallar ya en dos ocasiones, la otra fue un venado, pero esa es otra historia que algún día les contare.

Jesús Lara Bueno.
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Artículo publicado en el nº. 70 de la revista cultural “La Glorieta”, en mí sección “El Alalí”. (Enero de 2004)



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